El cine cosido a la vida que va dejando de serlo… Una obra de arte sobre los límites de la carencia y la esperanza.
Título original A Torinói ló
(The Turin Horse)
Año: 2011
Duración: 146 min.
País: Hungría
Dirección: Béla Tarr, Ágnes
Hranitzky
Guion: Béla Tarr, László
Krasznahorkai
Música: Mihály Víg
Fotografía: Fred Kelemen
(B&W)
Reparto: János Derzsi, Erika
Bók, Mihály Kormos.
Tomando como
referencia una narración breve sobre uno de los episodios del final de la vida
de Nietzsche, cuando este se abrazó al cuello del caballo que estaba siendo
salvajemente azotado por el cochero, en una plaza de Turín, para que se moviera, momento en que todos sus
biógrafos cifran la pérdida definitiva de la razón del inconmensurable filósofo
alemán, los directores de esta película han construido una obra de arte tan durísima
como desesperanzada sobre los límites de la vida, humana y animal.
La película
tiene un arranque espectacular con imágenes en blanco y negro realmente de una belleza extraordinaria, con
primeros planos del caballo tirando de la carreta con un hombre manco sobre
ella, el cual se apea para, en el tramo final, llevar al caballo del bocado
hasta la casa donde vive con su hija. Sopla un vendaval que frena la marcha de
la caballería y que dificulta extremadamente los movimientos del hombre. Cuando
llega junto a la rústica casa de piedra, una mujer, luego sabremos que se trata
de su hija, sale a ayudarlo para guardar la carreta y el caballo, cada uno en
su espacio. Tanto el padre como la hija visten varias capas de ropa muy basta
para luchar contra el frío. No intercambian palabra alguna, y sus movimientos
tienen la fría mecánica de lo repetido ad náuseam. No sabemos de dónde viene el
hombre. No sabemos nada. Los observamos en el interior de la casa y cómo la
hija ayuda al padre a cambiarse de ropa. Ambos están muy delgados y guardan un
tétrico silencio. Pronto advertimos que toda la comida de que dispondrán será
una patata hervida con sal; servida en un plato de madera y comida con las
manos, tras pelarla y despanzurrarla con el puño. En la vivienda hay bastantes
menos «cosas» que en la casa de al lado de la cancela de la finca de los
señores en Los santos inocentes o en la choza de La Raya. La vida de los
dos personajes que centran la narración a lo largo de seis días, con la deliberada
ausencia del séptimo que en la Creación fue el «día de descanso», y que aquí será
el de otro descanso muy diferente. Grotowski inventó lo que él llamó el «teatro
pobre», y Tarr y Hranitzky parece que lo hayan adaptado al cine. No es la
primera vez, por supuesto, que la pobreza extrema aparece en la pantalla, y
reconozco que uno de las películas que, a este respecto, más me han
impresionado en mi vida, ha sido La ruta del tabaco, de John Ford; pero
esta película va mucho más allá de esa circunstancia, porque lo que se nos
narra en ella, como realidad y como metáfora, es la dureza implacable de la
vida y la imposibilidad de cumplir con ningún otro precepto que no sea el
pautadísimo de la supervivencia con menos que lo mínimo para salir con vida.
Cada uno de los
días es exactamente igual al anterior, oscuro y sin esperanza, doliente y mecánico,
anodino y terrible: la hija cuida del padre; el padre intenta ir no sabemos a dónde,
hasta que el caballo, a pesar de ser azotado hasta la extenuación, como sucede
en la narración de Nietzsche, se niega a dar un solo paso. Le quitan los arreos
y lo vuelven a llevar a la cuadra, pero al día siguiente la hija descubre que
el animal no ha probado bocado y que, tras acercarle el cubo de agua, tampoco
quiere abrevar la sed en él.
Continúa soplando
un viento constante. De vez en cuando una voz en off resume lo que
vemos. Aparece otra presencia humana, una carreta de gitanos que usa el pozo
para beber y que molesta a la chica, aunque uno de ellos, viejo, le deja como
pago por el agua un libro en el que ella silabea más tarde un contenido
religioso, pero no tradicional. He leído que el director pretendía que fuera
una «sombra» del Así hablaba Zaratustra, de Nietzsche. Pudiera ser.
Poco después
del episodio de los gitanos ocurre una gran desgracia: el pozo se ha secado, lo
que los obliga a trasladarse de casa, aunque el hombre lo primero por lo que se
interesa es por la reserva de aguardiente, que constituye su desayuno, nada más
levantarse.
Y de nuevo
seguimos con la misma rutina. De nuevo el mismo silencio de los personajes,
salvo algún reniego, como cuando se quedan sin aceite para la lámpara y, por lo
tanto, a oscuras, hasta que llegue la nueva luz del día. Y vuelta a empezar.
La película es
un prodigio estético, del mismo modo que la música reiterativa es capaz, por sí
misma, de crear una atmósfera opresiva que acaba acongojando a los espectadores
casi tanto como a la hija, quien, en el último día de la película, se queda
inmóvil ante la patata que ha servido como único alimento para ella y para su padre.
Todo es simple,
primitivo, directo, terrible y pavoroso. Y hay que tener un gran valor
cinematográfico para rodarlo con tanta sensibilidad y creando imágenes que tardarán
muchos años en desaparecer de la memoria, si es que se acaban desvaneciendo
alguna vez.
No es una película
más; es una experiencia única, y dolorosa, todo sea dicho. Entiendo perfectamente
que haya quienes la abandonen, porque, como dijo Quevedo, la verdad tiene cara
de hereje. Quien aguanta la contemplación de ese abismo, acaba reconociendo
que, como sostenía Nietzsche, al final, es el abismo el que mira dentro de
nosotros.
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