viernes, 19 de febrero de 2021

«El caballo de Turín», de Béla Tarr y Ágnes Hranitzky, o el pasmo.

 

El cine cosido a la vida que va dejando de serlo… Una obra de arte sobre los límites de la carencia y la esperanza. 

Título original A Torinói ló (The Turin Horse)

Año: 2011

Duración: 146 min.

País:  Hungría

Dirección: Béla Tarr, Ágnes Hranitzky

Guion: Béla Tarr, László Krasznahorkai

Música: Mihály Víg

Fotografía: Fred Kelemen (B&W)

Reparto: János Derzsi, Erika Bók, Mihály Kormos.

 

         Tomando como referencia una narración breve sobre uno de los episodios del final de la vida de Nietzsche, cuando este se abrazó al cuello del caballo que estaba siendo salvajemente azotado por el cochero, en una plaza de Turín,  para que se moviera, momento en que todos sus biógrafos cifran la pérdida definitiva de la razón del inconmensurable filósofo alemán, los directores de esta película han construido una obra de arte tan durísima como desesperanzada sobre los límites de la vida, humana y animal.

         La película tiene un arranque espectacular con imágenes en blanco y negro  realmente de una belleza extraordinaria, con primeros planos del caballo tirando de la carreta con un hombre manco sobre ella, el cual se apea para, en el tramo final, llevar al caballo del bocado hasta la casa donde vive con su hija. Sopla un vendaval que frena la marcha de la caballería y que dificulta extremadamente los movimientos del hombre. Cuando llega junto a la rústica casa de piedra, una mujer, luego sabremos que se trata de su hija, sale a ayudarlo para guardar la carreta y el caballo, cada uno en su espacio. Tanto el padre como la hija visten varias capas de ropa muy basta para luchar contra el frío. No intercambian palabra alguna, y sus movimientos tienen la fría mecánica de lo repetido ad náuseam. No sabemos de dónde viene el hombre. No sabemos nada. Los observamos en el interior de la casa y cómo la hija ayuda al padre a cambiarse de ropa. Ambos están muy delgados y guardan un tétrico silencio. Pronto advertimos que toda la comida de que dispondrán será una patata hervida con sal; servida en un plato de madera y comida con las manos, tras pelarla y despanzurrarla con el puño. En la vivienda hay bastantes menos «cosas» que en la casa de al lado de la cancela de la finca de los señores en Los santos inocentes o en la choza de La Raya. La vida de los dos personajes que centran la narración a lo largo de seis días, con la deliberada ausencia del séptimo que en la Creación fue el «día de descanso», y que aquí será el de otro descanso muy diferente. Grotowski inventó lo que él llamó el «teatro pobre», y Tarr y Hranitzky parece que lo hayan adaptado al cine. No es la primera vez, por supuesto, que la pobreza extrema aparece en la pantalla, y reconozco que uno de las películas que, a este respecto, más me han impresionado en mi vida, ha sido La ruta del tabaco, de John Ford; pero esta película va mucho más allá de esa circunstancia, porque lo que se nos narra en ella, como realidad y como metáfora, es la dureza implacable de la vida y la imposibilidad de cumplir con ningún otro precepto que no sea el pautadísimo de la supervivencia con menos que lo mínimo para salir con vida.

         Cada uno de los días es exactamente igual al anterior, oscuro y sin esperanza, doliente y mecánico, anodino y terrible: la hija cuida del padre; el padre intenta ir no sabemos a dónde, hasta que el caballo, a pesar de ser azotado hasta la extenuación, como sucede en la narración de Nietzsche, se niega a dar un solo paso. Le quitan los arreos y lo vuelven a llevar a la cuadra, pero al día siguiente la hija descubre que el animal no ha probado bocado y que, tras acercarle el cubo de agua, tampoco quiere abrevar la sed en él.

         Continúa soplando un viento constante. De vez en cuando una voz en off resume lo que vemos. Aparece otra presencia humana, una carreta de gitanos que usa el pozo para beber y que molesta a la chica, aunque uno de ellos, viejo, le deja como pago por el agua un libro en el que ella silabea más tarde un contenido religioso, pero no tradicional. He leído que el director pretendía que fuera una «sombra» del Así hablaba Zaratustra, de Nietzsche. Pudiera ser.

         Poco después del episodio de los gitanos ocurre una gran desgracia: el pozo se ha secado, lo que los obliga a trasladarse de casa, aunque el hombre lo primero por lo que se interesa es por la reserva de aguardiente, que constituye su desayuno, nada más levantarse.

         Y de nuevo seguimos con la misma rutina. De nuevo el mismo silencio de los personajes, salvo algún reniego, como cuando se quedan sin aceite para la lámpara y, por lo tanto, a oscuras, hasta que llegue la nueva luz del día. Y vuelta a empezar.

         La película es un prodigio estético, del mismo modo que la música reiterativa es capaz, por sí misma, de crear una atmósfera opresiva que acaba acongojando a los espectadores casi tanto como a la hija, quien, en el último día de la película, se queda inmóvil ante la patata que ha servido como único alimento para ella y para su padre.

         Todo es simple, primitivo, directo, terrible y pavoroso. Y hay que tener un gran valor cinematográfico para rodarlo con tanta sensibilidad y creando imágenes que tardarán muchos años en desaparecer de la memoria, si es que se acaban desvaneciendo alguna vez.

         No es una película más; es una experiencia única, y dolorosa, todo sea dicho. Entiendo perfectamente que haya quienes la abandonen, porque, como dijo Quevedo, la verdad tiene cara de hereje. Quien aguanta la contemplación de ese abismo, acaba reconociendo que, como sostenía Nietzsche, al final, es el abismo el que mira dentro de nosotros.

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