Cine político claustrofóbico
que deviene ajuste de cuentas con el vacío del individualismo del “mundo macho”.
Título original: The Misogynists
Año: 2017
Duración: 85 min.
País: Estados Unidos
Dirección: Onur Tukel
Guion: Onur Tukel
Fotografía: Zoe White
Reparto: Dylan Baker, Lou Jay Taylor, Ivana Milicevic, Trieste Kelly
Dunn.
Primera película que veo de Onur
Tukel, y, repasando sus obras anteriores, advierto que se trata de un cineasta no
estrenado en salas comerciales en España, a juzgar por la ausencia de críticas
españolas a sus películas en FilmAffinity. De su biografía en la red se
deduce su afición a experimentar con el cine de género y su decidida
pertenencia al cine independiente. En esta película, claustrofóbica (el
corrector me ha deparado una versión que también da en el clavo para describir
la película: *claustrofónica), porque transcurre íntegramente, salvo unas
breves escenas en un bar y un taxi, en la habitación y, brevemente, en el
pasillo de un hotel, Onur Tukel plantea una situación muy atractiva de inicio:
tres amigos han quedado la noche electoral de 2016 para festejar o consolarse
del resultado de unas elecciones que se suponían «cantadas» para Hillary
Clinton y que acabó ganando Donald Trump, incluso para su propia y morrocotuda
sorpresa. La película, obviamente, nada dice del total del periodo presidencial
de Trump, porque está realizada solo un año después de la victoria por
delegados, que no por votos, sobre su adversaria. No necesitaba siquiera ese
año para realizarla, porque lo importante es la victoria en sí contra pronóstico,
y el subidón que en sus votantes produjo tal hecho. De los tres amigos que se
reúnen en la habitación del hotel, solo uno de ellos es declaradamente
partidario de Trump, y los otros dos, tibios votantes de Clinton. Con todo, la
película se va a convertir en una suerte de monólogo inacabable del seguidor de
Trump, para el que haya poca resistencia en sus dos amigos. La suerte que tiene
el espectador es que se trata de una película política, militante, que, desde
una perspectiva supuestamente imparcial, permite que, a través de ese largo monólogo,
el personaje se desnude de un modo integral, dejando al aire unas vergüenzas
morales de considerable tamaño. Logra seducir, eso sí, al timorato amigo que
vive dominado por su esposa, encarnación de la corrección política y de una suerte
de matriarcado del que genera la ficción de liberación siguiéndole la corriente
a su amigo. Quienes vieron la excelente Magnolia, de Paul ThomasAnderson,
hallarán ecos del personaje Frank Maggey en el pobre diablo que se viene arriba
con el triunfo de su ídolo y cree cumplir el dictado machista que inculcaba en
sus acólitos el personaje interpretado por un soberbio Tom Cruise. Y quienes
admiraron a Dylan Baker en Happiness, de Todd Solondz, podrán quedarse
boquiabiertos ante una interpretación como personaje principal realmente
apabullante, sobre todo si tenemos en cuenta de que casi todo el peso de la película
recaer sobre él. Cuesta reconocer las buenas interpretaciones de los «villanos»,
ciertamente, pero ¡qué sería del cine sin ellas!, del mismo modo que quería del
cine negro sin las mujeres fatales, como esa joya que, en un melodrama teñido
de thriller, interpreta Katy
Jurado en la última de Buñuel que he criticado, El Bruto.
La película,
así pues, no tiene más trama que la reacción de esos amigos desde ideologías
distintas frente a la elección de Trump y una suerte de festival de asqueroso machismo
militante que provoca, incluso, que las escorts de lujo que estaban
dispuestas a pasar con esos pobres hombres la velada, por 3000 nada
despreciables dólares, antepongan su dignidad como mujeres a ser «cosificadas»,
como protesta la más renuente de ellas en el taxi para renunciar al «servicio»
y marcharse cada una a su casa y dar por clausurada la noche. Pequeños
incidentes, con la mujer negra y obesa, casada con un alfeñique blanco
sudafricano, por ejemplo, complican la trama y le ofrecen munición al trumpista
para seguir desarrollando su discurso supremacista blanco. A ese orden pertenece
la llegada de las dos prostitutas, quienes, al dejarlos solos, mientras se
cambian, acaban escuchando una retahíla de futuras humillaciones que no les
deja más salida que la salida, precisamente. Súmese a eso un pequeño detalle de
suma trascendencia y comicidad, relacionado con la mujer del amigo sometido a
ella y entonces la película adquiere una dimensión mucho mayor que la de la simple
anécdota.
Ojo, el
discurso del protagonista hace daño a los oídos, que conste, y se ha de tener
un buen estómago para seguir el desarrollo hasta el final, pero a mí me parece
que vale la pena, porque estoy seguro de que retratos como este de los votantes
de Trump han conseguido, repitiéndose a lo largo de cuatro años, cambiar el
sentido del voto en Usamérica, a juzgar por los resultados de Biden-Harris.
Desde el punto
de vista estrictamente espacial y dialéctico, la película me ha traído a la
memoria una de las primeras películas del ahora célebre Richard Linklater, La
cinta, protagonizada por otros tres actores en estado de gracia: Ethan
Hawke, Robert Sean Leonard y Uma Thurman, también en una claustrofóbica habitación
de hotel, aún más sombría que la de esta película, porque, al fin y al cabo, es
la vivienda habitual del protagonista.
El cine político
tiene no pocos aficionados, pero a los que no lo fueran, cabe decirles que la
historia evoluciona hacia lo que podríamos llamar la «tragedia de un hombre
ridículo», y ahí todos tenemos algo que decir y, no pocos, experiencias que contrastar.
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