Una realización
expresionista para una historia disparatada, basada en hechos históricos, o la
política cultural de tanta buena vecindad como profundo desencuentro.
Título original. The
Fugitive
Año: 1947
Duración: 104 min.
País: Estados Unidos
Dirección: John Ford
Guion: Dudley Nichols. Novela:
Graham Greene
Música: Richard Hageman
Fotografía: Gabriel Figueroa
(B&W)
Reparto: Henry Fonda, Dolores del Rio, Pedro Armendáriz, Ward Bond, J.
Carrol Naish, Leo Carrillo, John Qualen, Robert Armstrong, Mel Ferrer.
Sin mayor información ni prólogo
que algo explique de lo que viene a continuación, entramos in medias res
en una historia en la que un hierático y
atormentado Henry Fonda a lomos de un asno llega a su parroquia en un pequeño
altozano. Abre la puerta y ese mismo gesto de abrir los portones con los brazos
extendidos traza en el suelo de la iglesia ultrajada la cruz del Cristo. Todo
parece quedar claro, entonces. Más aún cuando emerge de la oscuridad de la
pequeña nave de la iglesia la figura blanca de Dolores del Río, con su hija del
mismo nombre en sus brazos, deseosa de que el clérigo recién llegado bautice a
su hija y a cuantos niños no han podido ser bautizados en el pueblo tras la
prohibición de la religión en algunos estados mejicanos en el curso de la muy
compleja Revolución Mejicana, iniciada en 1911. Además de los sacerdotes también
está prohibido el alcohol, una ley seca que debió de hacerle gracia a Ford,
como posibilidad de algunas escenas en las que el alcohol prohibido tiene tan
insólita relevancia como escasa justificación narrativa. Digamos que de la
situación general: los militares persiguen a los curas y el consumo de alcohol,
no salimos en toda la película, por la que el sacerdote encarnado por Henry
Fonda atraviesa, con expresión alucinada y sin entidad individual propia, una
historia que remite, en su origen, a la novela de Graham Greene, El poder y
la gloria. La adaptación de Dudley Nichols es, sin embargo, libérrima, y de
una sencillez evangélica indiscutible, porque desde ese inicio, todo
contribuye, aunque por adición, no por génesis narrativa, a simbolizar la pasión
de Cristo en ese personaje sin vida propia y destino muy adverso que representa
Henry Fonda. La disparatada narración, de cuyo contexto histórico, las más que
interesantes «guerras cristeras» mejicanas, me he tenido que informar nada más
acabar de ver la película, ni de lejos responde al interés que sí se tomó Green
por esa historia para redactar su novela, la de un católico militante que halló
en aquella persecución dioclecianesca de los fieles mejicanos una oportunidad
para defender la religión que profesaba, y no fue la única novela en la que lo
hizo.
La fotografía
expresionista del mejicano Gabriel Figueroa, quien trabajó con Buñuel en Los
olvidados, por ejemplo, ayuda a Ford a darle un empaque «culto» a la
película que consigue, por momentos, «engañar» al espectador poco avisado,
porque «disfraza» con la estética una narración peripatética que no solo no
evoluciona dramáticamente, sino que acumula episodios deslavazados que rezuman
un esquematismo maniqueo difícilmente aceptable como desarrollo argumental. La
presencia de Pedro Armendáriz como jefe de policía que persigue a los
sacerdotes, quien se revela como padre de la hija de Dolores del Río, a la que
no reconoce, tiene la fuerza irracional de la autoridad despótica que parece
ajustarse más al autoritarismo propio de una república bananera que a la
defensa de un proceso revolucionario que busca la «higiene pública» mental y
sanitaria, puesto que el alcohol también está prohibido.
Junto a la presencia de un seguidor
pegajoso que busca entregarlo a las autoridades (Judas), aparece un ladrón
buscado por las autoridades (supuestamente Dimas «el buen ladrón»),
interpretado por un desorientado Ward Bond, un clásico en las películas de Ford
y excelente secundario del cine usamericano, quien entabla un tiroteo con el
ejército en clave heroica, porque está en inferioridad manifiesta de
condiciones, pero ayuda a cubrir la huida del sacerdote perseguido. Esas secuencias,
con los soldados a caballo aplastando un maizal para descubrir al sacerdote
tienen una potencia visual muy propia de Ford, lo mismo que la irrupción de los
mismos caballistas en un día de mercado, destrozándolo todo. Pero esos aciertos
dinámicos sueltos en modo alguno sirven para darle consistencia a una narración
inexistente, más allá de la situación inicial dada. De hecho, en un momento en
que consigue pasar a un Estado en el que no se persigue a los sacerdotes, el
protagonista esboza una suerte de autocrítica de su conducta que resulta incongruente,
a juzgar por lo poco que ha actuado en una realidad que no le dejaba otra opción
que la de salir por piernas. Pero ni siquiera la huida, que da título a la
película, está interiorizada en él de tal modo que su angustia se convierta en
nuestra angustia, como espectadores.
Luego está, por supuesto, la cuestión de
las lenguas y la casi imposible caracterización de Fonda como un cura mejicano.
La película es toda ella en inglés, salvo algunos apelativos, pero las
canciones que suenan en diferentes momentos de la película son canciones
populares mejicanas. Ese choque de inverosimilitudes es demasiado potente como
para no pensar que Ford debería de haber trabajado solo con actores mejicanos
que hablaran en español, y que hubiera hecho una película «a lo Buñuel», en vez
de esta mezcla extraña y desconcertante.
La planificación visual de la película,
insisto, sí que nos recuerda las grandes películas de Ford, y el expresionismo
a ultranza de la fotografía recuerda en todo momento sobresalientes trabajos
suyos como El delator; pero es de tal naturaleza la falta de congruencia
del guion que por fuerza ha de verse esta película, en el devenir de su
filmografía, como una rara avis, como una excepción transcultural
fallida. Yo, por lo menos, «tenía que» verla, y aun si hubiera sabido de sus
deficiencias, hubiese querido verla igualmente. Ford es Ford incluso en sus
experimentos fallidos.
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