Título original: Targets
Año: 1968
Duración: 90 min.
País: Estados Unidos
Dirección: Peter Bogdanovich
Guion: Peter Bogdanovich
Música: Ronald Stein
Fotografía: László Kovács
Reparto: Boris Karloff, Tim O'Kelly, Nancy Hsueh, Peter Bogdanovich,
James Brown, Tanya Morgan, Mary Jackson, Arthur Peterson, Monte Landis
Año: 1971
Duración: 118 min.
País: Estados Unidos
Dirección: Peter Bogdanovich
Guion: Peter Bogdanovich, Larry McMurtry. Novela: Larry McMurtry
Música: Phil Harris, Johnny Standley, Hank Thompson
Fotografía: Robert Surtees (B&W)
Reparto: Timothy Bottoms, Jeff Bridges, Cybill
Shepherd, Ben Johnson, Cloris Leachman, Ellen Burstyn, Randy Quaid, Sharon
Taggart, John Hillerman, Clu Gulager.
Título original: She's Funny that Way
Año: 2014
Duración: 93 min.
País: Estados Unidos
Dirección: Peter Bogdanovich
Guion: Peter Bogdanovich, Louise Stratten
Música: Ed Shearmur
Fotografía: Yaron Orbach
Reparto: Owen Wilson, Imogen
Poots, Jennifer Aniston, Will Forte, Cybill Shepherd, Rhys Ifans, Lucy Punch,
Tatum O'Neal, George Morfogen, Debi Mazar, Jake Hoffman, Joanna Lumley, Kathryn
Hahn, Michael Shannon, Ahna O'Reilly, Austin Pendleton, Richard Lewis, Quentin
Tarantino.
Tres obras
fundamentales en la filmografía de un director enamorado de un oficio que
dominó como pocos y en el que erró como muchos: Descanse en paz y revisemos, a
modo de homenaje, una obra que se deja ver con renovado interés.
Cuando muere un director se le impone
al crítico de cine la grata (¡o ingrata!) tarea de revisar la filmografía del
mismo, a la búsqueda de aquellas obras que le garantizan su permanencia en la
memoria de los espectadores o su lugar en la reñida nómina de los clásicos del
Séptimo Arte. Acaba de fallecer Peter Bogdanovich y me parecía que el mejor
homenaje que se le podía tributar era la revisión de esa joya que filmó en 1971,
La última película, y que, en nuestra juventud, nos dejó literalmente
boquiabiertos. Filmin me ha permitido ver, además, una obra suya que tenía
absolutamente olvidada, Targets, me niego a usar el ridículo título
español «El héroe anda suelto» y una de sus obras más recientes, She’s Funny
That Way, cuyo título español, «Lío en Broadway», también me niego a usar.
Confieso que vi su más de media hora de Saint Jack, el rey de Singapur,
pero la sordidez del asunto y la estética propia del ambiente me tiraron para
atrás, a pesar de la excelente interpretación de Ben Gazzara actor a quien
Casavettes le extrajo interpretaciones formidables en El asesinato de un
corredor de apuestas chino y en la
excelsa Noche de estreno.
Bogdanovich fue un cinéfilo empedernido,
y suyos son libros fundamentales sobre directores tan extraordinarios como John Ford, Fritz Lang u
Orson Welles, amén de infinidad de artículos, reseñas y otras obras, todas
ellas sobre la pasión que lo animó en vida. Eso sí, junto a películas como las
tres aquí recogidas, Bogdanovich tuvo sonoros fracasos en taquilla, lo cual
afectó notablemente a la continuidad de su carrera. Su complicada vida amorosa
y profesional hizo el resto, aunque siempre mantuvo la dignidad del personaje
que construyó a partir de sí, una suerte
de depositario universal de la esencias del Séptimo Arte, una especie de Sumo
Sacerdote cuyos juicios sentaban cátedra.
De hecho, como lo muestra su aparición como director en la
primera película, Targets, Bogdanovich se construyó su propio personaje
y lo siguió interpretando hasta el final de su vida, porque, en su caso, cine y
vida no son espacios diferentes, sino una fusión que pervive en el tiempo.
Tomemos el argumento de esta primera película suya, en la que un director,
Bogdanovich, trata de convencer a Boris
Karloff, en la película Byron Orlock, casi un anagrama del nombre del actor,
para rodar con él su última película. De forma paralela, otra acción nos
muestra los actos cotidianos de un joven square que tiene una
desmesurada pasión por las arnas, ¡y por usarlas! Primero lo hace en el campo
de tiro con su padre, quien lo sorprende, mientras vuelve de recoger la hoja
del blanco, apuntándole a él, lo que provoca que le eche una severa reprimenda.
Hay algo de El crepúsculo de los dioses, de Billy Wilder, sin duda, en
ese acercamiento a una vieja gloria de un género, el de terror, que va lentamente
muriendo, del mismo modo que su actor emblemático se acerca al ocaso de su
carrera. El cruce de esas dos líneas narrativas constituye una magnífica
reflexión sobre las perspectivas contemporáneas del «nuevo terror», el recogido
por Michael Moore en Bowling for Columbine, por ejemplo, y cuya
recurrencia forma parte de nuestra cotidianidad informativa. La acción se
disparará en cuanto el francotirador se apueste en unos elevados depósitos de gasolina,
con vistas a una autopista cuyos viajeros se van a convertir en el objetivo del
gélido tirador. Antes, por supuesto, con la frialdad propia de otros asesinos
en serie que hemos conocido después, el protagonista se carga a su madre, a su
mujer, que trabaja en un turno de noche como operadora, y a un infortunado
repartidor que entra en la cocina de su casa a dejar un pedido. La psicología
del sujeto, que ha regresado del ejército y vive sin oficio ni beneficio,
centrado exclusivamente en su pasión por las armas, hubiera sido uno de esos
casos estudiados en la magnífica serie Mindhunter, de David Fincher. Al
principio de la película, con un guion tan preciso como solo un director
tan peculiar como Samuel Fuller podía
escribirlo, ambos personajes se «cruzan», Karloff saliendo de un edificio y
entrando en su coche; Tim O’Kelly, ¡extraordinario en su papel de asesino sin
emociones!, entrando en una armería para comprar un rifle de precisión que será
determinante en el desarrollo de la película. Supongo que Bogdanovich retendría
en su memoria cinematográfica todas aquellas películas que, de algún modo, le guiaron
a dirigir la suya, porque me viene a la memoria, al hablar de O’Kelly, la impecable
actuación de John Dall, en El demonio de las armas, de Joseph H. Lewis,
en cierta manera prima hermana de Targets. Supongo que revelar parte del
final se me perdonará, porque quien decida verla lo hará por esa carga de cine
dentro del cine que siempre hay en las películas de Bogdanovich y que permiten
disfrutar de pequeños detalles como el fragmento que incluye de la última película
de Orlock, The Terror, de Roger Corman, con un jovencísimo Jack
Nicholson y un Orlock/Karloff que se avergüenza del poco miedo que inspiran,
ya, películas acartonadas como aquella. Y ello da pie, más adelante, cuando
Orlock rechaza la invitación —que finalmente aceptará— para dirigirse al público
de un cine Drive-In, tan populares en la Usamérica de los años 40 y 50,
a un momento mágico, ese en el que Orlock cuenta la popular historia judía y
árabe El gesto de la muerte como muestra del verdadero terror frente al torpemente
efectista del que él ha sido el máximo representante.
La última parte de la película es de una espectacularidad y
de una densidad teórica muy complejas, porque, en su huida de la masacre
cometida en la autopista, el asesino, Billy Thompson, acaba llegando, en parte
por azar, al cine donde se proyecta la película de Orlock, donde este ha de
dirigirse a la audiencia. Bobby escala el bastidor de la gran pantalla y, a
través de un agujero que hay en esta, va
a ir escogiendo, a través de la mirilla de su rifle telescópico, los próximos
objetivos sobre los que abrirá fuego amparado en el silencio que permite que
cada coche tenga los altavoces dentro, impidiéndole a sus ocupantes saber qué
sucede fuera. Que el ojo cosmológico —que decía Henry Miller— de la pantalla «dispare»
el terror que se está proyectando en ella de vuelta contra los espectadores es
un motivo de reflexión que se suma al asesinato del operador, caído a los pies
del proyector que pasa sola la película. Más tarde, en una de esas secuencias
difíciles de olvidar, y que fue la que
me permitió recordar que había visto la película en mi primerísima juventud, el
francotirador se encontrará «atrapado» entre la aproximación de Orlock en la
pantalla y, junto a él, en la vida real, cuando decide, bastón en mano, ir hacia
él para desarmarlo y acabar con la pesadilla. En ese punto en que convergen ficción
y realidad sabemos que la historia narrada tiene una enjundia que va mucho más
allá de los preliminares que lo han posibilitado. Targets no solo es una
película de nuevo terror, sino una reflexión muy concienzuda sobre la
intersección de esos dos planos que, como el sueño de la razón, produce
monstruos.
La última película es una obra maestra, sin discusión. No hace mucho
tuve la oportunidad de ver Hud, de Martin Ritt y me da la impresión de
que Bogdanovich tomó muy buena nota de esa película, porque en ambas hay una
poderosa similitud, al producirse la acción en un pequeño pueblo de eso que
hemos dado en llamar la Usamérica «profunda», espacios pequeños, con poca o
nula perspectiva de mejora individual o colectiva, lugares casi fantasmales
donde se sobrevive arraigados en una percepción del tiempo que nada tiene que
ver ni con el movimiento ni con la esperanza, y en los que ciertas personas se
contemplan a sí mismas como esculpidas estatuas del fracaso y el desengaño.
Súmese a ese «escenario» la presencia de unos jóvenes en celo que se abren a la
vida sin esperanza, al agresivo deterioro material de todo y la urgencia de
consumar sus urgencias sexuales, y entonces viviremos una de las películas más
tristes que pueden vivirse en el cine. Ahí están, para confirmárnoslo, dos jóvenes
actores en cuyos rostros se labran todas las frustraciones del mundo: Timothy
Bottoms y Jeff Bridges, a quienes se
suma la debutante Cybill Shepherd, de quien se enamoraría ciegamente el
director. A ellos ha de añadirse otro actor, un veterano de las películas de
Ford, Ben Johnson, propietario del cine
y de los billares, quien encarna como nadie la desesperanza y el desengaño
vitales. La película es una historia de pequeñas historias que se van
desarrollando ante nuestros ojos con la melancólica perspectiva de la absoluta
pequeñez cotidiana que encarnan, y en la que Bottoms asume un papel
protagonista que sirve, en cierto modo, de hilo conductor. Bottoms no es muy
expresivo, como no lo son casi ninguno de los personajes, y esa suerte de
incomunicación e inexpresividad general otorga a los actos de los personajes la
dimensión casi fantasmagórica que percibe el espectador de un lejano mundo
condenado a la desaparición, como si la vida fuera imposible en circunstancias
tan adversas. A ese respecto, la historia amorosa de la esposa del profesor de educación
física y el protagonista es la mejor prueba de la «condena» que supone haber
nacido en ese lugar del que solo cabe huir para buscar nuevos horizontes,
porque seguir viviendo en él equivale casi a enterrarse en vida, pero en muy
poca vida, casi inexistente. Las tomas generales del pueblo, e incluso de los
interiores astrosos, envejecidos, genera un silencio compartido: apenas se
necesita hablar para saber todo lo que se ha de saber, como se cuenta el protagonista
cuando se entera de que en el pueblo todos conocen su aventura con la mujer
casada, excepto el marido, claro. Los personajes, porque cerca hay pozos de
petróleo, la única fuente de riqueza del pueblo, nos ofrecen dos perspectivas
muy diferentes, que se corresponden con las ambiciones de la protagonista,
quien, aparentemente enamorada de un auténtico pero atractivo «gañán», Jeff Bridges,
a lo que aspira es a «participar» en las desinhibidas «orgías» del rico del
pueblo, quien la desdeña precisamente por ser virgen. Y ahí aparece, en ese
escenario de decadencia, el fulgor del humor que siempre aparece en las películas
de Bogdanovich, quien alcanzó uno de sus más sonoros triunfos de público con la
screwball comedy ¿Qué me pasa, doctor?, una vena cinematográfica
que, más remansada, veremos inmediatamente en la última película que he
escogido para este homenaje, She’s Funny That Way.
Esa pérdida deliberada de la virginidad se va a cruzar con
otro eje narrativo, el de la amistad entre Bottoms y Bridges, porque ambos
están enamorados de la misma chica y cuando el segundo deja el pueblo para
buscarse la vida, ella se acerca al primero con la decidida intención de
cazarlo para casarse y poder salir del dominio que sus padres ejercen sobre
ella. Ese emparejamiento dejará en suspenso la relación de él con una de las
grandes actrices de la película, Cloris Leachman, quien representa la historia
de una mujer insatisfecha que revive al contacto amoroso y sexual con el joven
protagonista, un papel que le valió el Oscar a la mejor actriz de reparto, merecidísimo.
Asistir a la transformación vital de esa mujer a quien su marido tiene
totalmente abandonada es una de las grandes recompensas de la película.
La vida cotidiana de esas pequeñas comunidades en las que hay
una suerte de complicidad entre todos los habitantes y en las que buena parte
de los adultos parecen arrastrar sus vidas a través del tiempo con una inercia
casi fatalista está perfectamente descrita en esta película que, aun siendo
coral, penetra en las diferentes psicologías de sus personajes como un
escalpelo en la carne, si bien en este caso con el objetivo de sanar, pero en
aquel con el de ser testigo de la vida inviable. La muerte del retrasado
mental, papel que interpreta el hermano de Timothy Bottoms, Billy, tiene, en
ese sentido, un carácter eminentemente simbólico. Lo verdaderamente importante
de la película es que retrata un estado de ánimo, más que ofrecernos una visión
sociológica, y el tono crepuscular del mismo se apodera de todas las
secuencias. La película, en consecuencia, tiene el ritmo lento de los lugares
en los que, aparentemente, nada ocurre, pero donde se viven experiencias
vitales de profundo calado. La perspectiva panorámica que escoge Bogdanovich
nos aleja lo suficiente para realzar el vagabundeo sin destino de los
personajes en un escenario barrido por el viento y el frío, ¡y a fe que suscita
en nosotros los más piadosos deseos de confortación y empatía! Repito, desde
todos los puntos de vista, la historia, la puesta en escena, la fotografía, las
interpretaciones…Si la primera película que aparece en el cine destartalado, en
el primer barrido de la cámara de la película, es El padre de la novia,
de Vincente Minnelli, la última película que se proyecta en La última película
es Río Rojo, de Howard Hawks, un director a cuyo encumbramiento contribuyó
denodadamente lo mucho que Bogdanovich lo valoraba. Los planos de esa sesión vacía
—porque la gente prefiere la televisión, de igual manera que ahora lo vuelven a
hacer con las series…— y la emotiva escena de John Wayne dando el visto bueno a
un traslado épico de reses, lo que acogen alborozados sus vaqueros, con expresivos
primeros planos casi einstenianos, son toda una declaración de amor al cine,
que no puede excluir, por supuesto, el plano del haz de luz que viaja a través
del espacio llevando desde el proyector la vida intensa a la pantalla. En fin,
si alguien aún duda de si ha de revisar esta película, déjeme decirle que está
perdiendo el tiempo en esa meditación. Siéntese ante la magia eterna del cine y
déjese mecer por el ritmo sosegado de un atardecer de la existencia…
She’s funny that way supuso, en su momento, la «recuperación» del director
para el gran cine, y específicamente para la comedia, tras algunos tumbos de los
que parecía no poder levantarse. Desconocía la cinta, porque es imposible estar
al día de cuanto se estrena, y siempre hay tiempo para acabar encontrándose con
las cintas que merecen ser vistas. Estricto contemporáneo de Woody Allen, ambos
llevaron, sin embargo, carreras muy distintas. En esta película, sin embargo,
Bogdanovich se rinde al encanto de las comedias neoyorquinas de Allen y nos
entrega una película totalmente alleniana, una interpretación que viene
reforzada por la idea de contratar a un actor, Owen Wilson, que había
sobresalido en la película de Allen rodada unos años antes, Midnight in Paris.
Renuncio a pensar que sea una mera imitación, porque la creación de la
protagonista, Isabella, «Izzy», poderosamente interpretado por Imogen Poots,
irreconocible para mí respecto de su aparición en The Father, de Forian
Zeller, la presencia, casi como cameo, de Cybill Shepherd y otros detalles,
como la irrupción en escena de Quentin Tarantino interpretándose a sí mismo,
otorgan a la película una personalidad propia. La ambientación en el mundo del
teatro, la aparición de dos psicoterapeutas y las relaciones sexuales
extramatrioniales, considerado todo ello desde un punto de vista desprejuiciado
y jocoso, porque Isabella es una escort reconvertida en actriz que interpreta
a un personaje que se dedica a lo mismo que ella es en la vida real, nos
acerca, en efecto, al mundo de Allen, pero no es menos cierto que la deriva
cómica de Bogdanovich forma parte esencial de su obra, aunque, habiendo podido
hacerlo, aquí no deriva hacia la comedia alocada, sino que se mantiene en ese
tono medio de alta comedia en la trastienda del teatro y el cine que Bogdanovich
conduce con mano firme. Se trata de una comedia de enredo perfectamente
planificada, con entradas y salidas en habitaciones de hotel que recuerdan a La
pantera rosa de Blake Edwards y que remiten, en última instancia a muchas
películas clásicas, guiños en los que el director era un experto. La
naturalidad y espontaneidad de Imogen Spoots le da a la película una vitalidad
extraordinaria, y consigue que los espectadores mantengamos la sonrisa, y muy a
menudo la risa, durante toda la proyección. Absolutamente recomendable, siempre
y cuando no se sea incompatible con el cine de Woody Allen, claro.
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