La comedia
francesa en su salsa exquisita: un musical conmovedor.
Título original: La Famille
Bélier
Año: 2014
Duración: 105 min.
País: Francia
Dirección: Eric Lartigau
Guion: Victoria Bedos,
Thomas Bidegain, Eric Lartigau
Música: Evgueni Galperine,
Sacha Galperine
Fotografía: Romain Winding
Reparto: Louane Emera, Karin
Viard, François Damiens, Luca Gelberg, Roxane Duran, Eric Elmosnino, Ilian
Bergala, Clémence Lassalas, Bruno Gomila, Mar Sodupe.
Al empezar a
ver esta película francesa que tan buen sabor de boca deja, pensé que tal vez
fuera oportuna una comparación entre la versión usamericana de la misma, Coda,
de Siân Heder, que, parece que incomprensiblemente, frente a otras candidatas
de la envergadura de El poder del perro, de Jane Campion, por ejemplo, se ha llevado el
Oscar a la mejor película. Una vez acabé de verla, por nada del mundo volvería
a ver esta historia, llevada a la excelencia por un reparto en estado de
gracia, en su versión usamericana. ¡Tiene tanto de «lo francés» que no voy a
perder ni un minuto en comparaciones, si no odiosas, sí innecesarias!
Si la hija, protagonista
de la película, es capaz de una verosimilitud tan especial, en parte por sus
magníficas dotes de cantante que la llevaron a ganar un concurso televisivo de
talentos, buena parte de esa destreza proviene del acompañamiento de una actriz
y un actor, Karin Viard y François Damiens —de quien recordamos mi Conjunta y
yo con mucho cariño su interpretación en La delicadeza, de los hermanos
Foenkinos— que igualan y superan el protagonismo de la joven y son capaces,
además, de crear una relación de pareja que arrastra tras de sí la atención
complacida de los espectadores. ¡Menuda escena divertida y atrevida la de los
hongos vaginales de la madre traducida por la hija en la consulta del médico! Es
cierto que la madre, Viard, está a un solo paso de la sobreactuación, pero su
personaje temperamental y apasionado acaba siendo enternecedor, del mismo modo que
las aspiraciones políticas del marido nos sumergen en un fresco social francés
de pequeña población que nos divierte en sumo grado.
En su momento
fue un éxito, pero, como tantos otros, no hallamos el momento para ir en las
fechas de su estreno. Da igual. Recuperada ahora, a siete años de distancia, me es muy grato decir que la película es
absolutamente intemporal, condición que comparte con la de los grandes clásicos.
No sé si esta lo acabará siendo, un clásico, pero he de reconocer que tiene
todos los ingredientes para ser una comedia de gozosa visión durante mucho
tiempo. Nada hay en ella que la acote a un tiempo concreto, y la situación es
tan curiosa que no solo nos hace replantearnos ciertas existencias al margen de
la «normalidad», sino que nos conmueve el destino de los personajes y nos
inyecta una sensación de felicidad que a veces el cine sabe conseguir con muy
poco esfuerzo y sin grandes alardes técnicos.
La historia es
sencilla y emotiva: la hija de unos ganaderos sordomudos que se dedican a la
elaboración y venta de quesos artesanos se apunta en el Liceo, siguiendo los
pasos de un joven por el que se siente atraída, a la coral del centro. El
profesor de música, un apasionado de la obra de Michel Sardou —y el actor, fantástico Eric
Elmosnino, como un músico fracasado que sabe percibir, sin embargo, la calidad
musical en sus alumnos y empujarlos para que lleguen a lo más alto, parece un
doble del cantante—, coloca en el centro de la película tres composiciones de
altísima calidad: La maladie d’amour, que, con una letra brillante, se
pone al servicio incondicional y potentemente emotivo del amor entre los dos
adolescentes, En chantant, toda una declaración de principios vitales,
y, muy especialmente, la increíble Je vol con la que se construye uno de
esos momentos en que, por de pedernal que sea el lagrimal, saltan sobre él las
chispas húmedas de las lágrimas purificando el alma con un sentimiento de
bondad que ¡ay del que no las derrame!, ¡nunca sabrá lo que se pierde!
¡Qué
endemoniado arte el del cine francés para construir estas pequeñas historias
que son capaces de comunicar tan intensamente! Con todo, hay algo que engaña,
en esta ocasión, porque la sencillez del planteamiento, un desencuentro vital
entre la hija que relaciona con el mundo a una familia de sordomudos y la
necesidad de esta de abrirse paso en el mundo «de los otros», esconde un
conflicto dramático, el de la independencia de los hijos e incluso, por parte
de la joven, el conflicto de un amor difícil con su compañero de coro, que no
conviene subestimar, porque ya quisieran muchos melodramas enfáticos tener la
capacidad de emocionar que tiene esta película. La extrema situación, una
cantante excepcional en una familia de sordomudos, se refleja perfectamente en
la película en dos ocasiones muy concretas: en la fiesta de fin de curso,
cuando se silencia el sonido y se adopta, por lo tanto, el punto de vista de la
familia, que ve las calurosas reacciones de los otros padres ante la hermosa interpretación
que hacen los amantes de La maladie d’amour, y, por la noche, ya en
casa, cuando el padre palpa el cuello de la hija tras pedirle que cante la
canción, para «sentir» hasta donde le sea posible la segura belleza que ha de tener
esa voz, dada la reacción entusiasta y emocionada de los demás. Sobre la escena
de la interpretación de Je vol no digo nada, porque eso hay que verlo y
oírlo y llorarlo… derritiéndose de gusto moral y estético.
Será que uno es
feo, agnóstico y sentimental, pero, de vez en cuando, a uno le sienta a las mil
maravillas echarse a los ojos una película como La familia Bélier. Y he quedado
tan purificado y complacido que, como dije al comienzo, ni por pienso se me
ocurrirá ver una copia, siendo el original tan excelente como es. No estoy en
contra de los remakes, pero cuando el original es insuperable, poco
sentido les veo. Supongo que a quienes hayan visto el original de El callejón
de las almas perdidas, de Edmund Goulding, ni se les habrá pasado por la
cabeza ir a ver la de Guillermo del Toro, pero allá cada cual con sus gustos,
desde luego. La familia Bélier es un espectáculo total, cuidado al detalle para
no incurrir ni en el sentimentalismo barato ni en el esperpento. ¡Y a fe que lo
ha conseguido!
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