sábado, 2 de abril de 2022

«El manantial», de King Vidor, ¿sobrevalorada?

 

Ayn Rand o la última versión del individualismo de Max Stirner: El manantial : Una película entre la pasión, la libertad y la voluntad de poder.

 

Título original: The Fountainhead

Año: 1949

Duración: 114 min.

País: Estados Unidos

Dirección: King Vidor

Guion: Ayn Rand. Novela: Ayn Rand

Música: Max Steiner

Fotografía: Robert Burks (B&W)

Reparto: Gary Cooper, Patricia Neal, Raymond Massey, Kent Smith, Robert Douglas, Henry Hull, Ray Collins, Moroni Olsen, Jerome Cowan.

 

         Entre la edad y los largos lapsos entre uno y otro visionado de El manantial tengo la suerte de que algunos tramos de la película se me borren casi por completo, lo que me permite engancharme a ella de nuevo para descubrir, como en este caso, en el coloquio del programa de Garci, que el encuentro nocturno del arquitecto con la temperamental y superideologizada protagonista femenina, una intensísima Patricia Neal, en el apogeo de su carrera, deriva en una violación de la que es rastro la herida profunda en el antebrazo del arquitecto, un Gary Cooper que, aun no quedando él muy satisfecho con su actuación, para el resto de los mortales la borda, excepto, eso es verdad, en el decisivo tramo del discurso final en el juicio, donde se le ve como a un funcionario encargado de repetirle al jurado cuáles son sus obligaciones: el alegato ultraindividualista de Rand está, sí, pero sin el ardor apasionado con que acaso la propia autora, que trabajó como extra en algunas películas, lo hubiera declamado.

         Al acabar la película, en un coloquio paralelo al de Garci, nos preguntábamos si El manantial era una película sobrevalorada, porque tiene tan poco de vida como mucho de ideología, que parece ser el principal motor del cuarteto protagonista: el dueño del diario, sus dos columnistas antagónicos,  ambos relacionados con a arquitectura, y el gran arquitecto que no está dispuesto a dejarse imponer el gusto de los demás para adoptar sus obras a los gustos de quienes las pagan, aunque ello le suponga, como sucede, acabar de picapedrero en una cantera. Antes de detenernos en lo que ocurre en esa cantera, conviene decir cuanto antes que El manantial, como película, es una exquisita obra de arte, tanto desde el punto de vista de la dirección artística, la puesta en escena con ese despacho del director del diario que multiplica por dos el volumen de las estancias de la mansión de Ciudadano Kane, de Orson Welles, por ejemplo; como desde el de la fotografía, pues se trata del primer trabajo que catapultó a la fama a Robert Burks, quien después haría hasta 14 películas con Hitchcock, ¡y cómo se nota eso en los abundantes primeros planos escalofriantes o seductores de Patricia Neal y de Gary Cooper! Recordemos, sin embargo, que a Patricia Neal le dieron su Oscar por Hud, de Martin Ritt, un peliculón que, ¡por suerte! no había visto hasta hace poco, película que recomiendo muy fervorosamente, porque se trata de un auténtico clásico semi olvidado.

         Una película sobre arquitectos, pero, muy especialmente, sobre la libertad de creación y el derecho absoluto del creador sobre su obra, no parece que haya de ser un asunto que atraiga a grandes públicos, y se cumplió el pronóstico, porque la película no recaudó en taquilla ni el dinero que se gastó para hacerla. La fuerte carga ideológica de la misma podría ser la causa, pero la indefinición de algunos personajes, como la psicológicamente perturbada y conturbada protagonista o la caricatura entre el hazmerreír y el disparate del todopoderoso crítico de arte a quien ha de endosársele la etiqueta absurda de defensor del «socialismo», aunque hoy hablaríamos de un populismo «colectivista», tienen también mucho que ver. No deja de ser sorprendente, al menos para mí, que un crítico de arquitectura, repito, ¡un crítico de arquitectura!, con una columna en un diario, sea capaz, poco menos, que de generar una revuelta social contra su propio diario al nivel de la que sucede en la película. Su labor de «agitador» en pro del derecho del colectivo sobre los individuos, teóricamente «socialista», ¡cuánto choca con sus maneras aristocráticas, exquisitas! En todo caso, parece más un personaje de Animal Farm, de Orwell, que de la propia novela de Rand.

         Lo que sí está claro en todo momento es el ejercicio del poder y los modos como conseguirlo y ejercerlo, desde el nivel individual hasta el social, y la nítida frontera se traza entre quienes se dejan avasallar por él o no. Howard Roark, el protagonista, es de los segundos. El nihilismo de la coprotagonista, que hace lo posible y lo imposible por evitar a Roark el fracaso que secará todas sus ilusiones, forma parte muy especial del desarrollo de la trama, y, a menudo, recurre a decisiones incomprensibles que sitúan la acción más en el ámbito del sadomasoquismo que en el de las citadas relaciones de poder. Y aquí debemos volver a la cantera donde se cruzan las miradas de ambos protagonistas y se enciende un deseo voluptuoso en la mujer que se ajusta a la iconografía con que nos llega: ella de amazona impetuosa en un espacio nítidamente geométrico y abstractivo con picados y contrapicados constantes que irrealizan el deseo o lo desnudan hasta que cambiamos de escenario y, entonces, la relación de poder, hija del dueño y empleado, se mueve entre el quiero y no me atrevo, pero como no quiera y se atreva, se va a enterar… El resultado final de ese juego de humillación es la insoportable final de ella cuando el obrero manda a otro a reparar el mármol de la chimenea que ella ha roto on purpose para facilita el encuentro con él. Se lanza a la carrera con el caballo y, cuando llega a la altura del obrero en el camino, alza la fusta y le deja la quemadura de un latigazo mientras sus ojos poco menos que se le salen de las órbitas, dolorosamente vencida por la más descontrolada de las pasiones. Todas las escenas en la cantera parecen diseñadas por Chirico y sus perspectivas geométricas, y constituyen un mananatial de significados implícitos de los que conviene no perder detalle.

         Ya advierten que entre las flojedades argumentales y la impecable belleza estética de la película, resulta difícil reconocerla como la gran película inmortal que no es, pero a la que no se le puede negar una audacia formal que la convierte en un espectáculo como pocos y que ha hecho de ella un lugar de devoción para cinéfilos.

         Quedan invitados.

 

 

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