jueves, 19 de noviembre de 2015

“Diferente”, una insólita reivindicación homosexual en pleno franquismo

                          

Diferente: una rareza ad maiorem Alaria gloriam o una cinta gay en la larga noche homófoba y liberticida de la España franquista.

Título original: Diferente
Año: 1961
Duración: 102 min.
País: España
Director: Luis María Delgado
Guión: Alfredo Alaria, Luis María Delgado, Jorge Griñán, Jesús Sáiz (Historia: Alfredo Alaria)
Música: Adolfo Waitzman
Fotografía: Antonio Macasoli (B&W)
Reparto: Alfredo Alaria, Manuel Monroy, Manuel Barrio, Julia Gutiérrez Caba, Gracita Morales, Jesús Puente, Agustín González, Enrique San Francisco.

Hace unos días, en el ciclo de cine español, pasaron la película con la que Miguel de Molina Esta es mi vida (1952) en la que el cantaor de coplas español desplegaba ante los espectadores la riqueza algo kitsch de su visión escenográfica de la canción española. Después le ha tocado el turno a Alfredo Alaria que fue, y creo que se trata de una pura coincidencia, primer bailarín de la compañía de Miguel de Molina. Ambas películas son musicales, pero muy distintas. La de Alfredo Alaria bien podría haberse titulado igualmente Esta es mi vida, porque la idea original, el guion y la interpretación omnipresente –apenas hay plano en que no salga– son del propio Alaria quien quiso revindicar a través de la película su doble condición de artista y homosexual, como se encarga  de mostrar a través de los títulos de crédito, cuando describe su cuarto y hallamos las referencias inevitables a Lorca, Wilde, Andersen o Freud, el trávelin que lo sigue a lo largo de la calle enfocándolo desde los genitales hasta el cuello, manteniendo en el anonimato su persona, es suficientemente expresivo de cuanto ha de venir después, si bien a lo largo de la película se rehúye cualquier alusión explícita, salvo una harto expresiva cuya aparición solo puede entenderse desde la circunstancia de que el censor hubiera cedido a una idéntica pasión gay y hubiera pasado por alto una escena tan explícita como la mirada deseante que lanza el protagonista en una obra en construcción de su progenitor a un musculoso y culimarcado picapedrero que percute con el martillo hidráulico sobre una piedra para romperla, al más puro estilo de la imaginería gay desplegada en Querelle de Fassbinder. A lo largo de la película se juega con la ambigüedad de la “diferencia” respecto de la condición de artista, si bien las claves para entender el recto significado sexual de la película son más que abundantes, como la escena en el barco en la que el protagonista desengaña a una jovencísima Sandra Le Brocq enamorada de él.

La película presenta la estructura de un musical y la historia está continuamente salpicada con representaciones que, con mayor o peor fortuna están directamente relacionadas con la trama argumental. Alfredo Alaria hace una poderosa exhibición de su talento de bailarín y coreógrafo que toca prácticamente todos los géneros, desde el folclore argentino hasta el jazz moderno, pasando por una recreación vodevilesca de las películas del cine mudo en la que, sin embargo, cede a la tentación de cantar el hilo conductor de la coreografía, dejando claro que cuanto le fue dado de potencia y gracilidad en el movimiento le fue arrebatado en la voz. Ha de reconocerse enseguida que a la incapacidad canora de Alaria ha de unírsele, salvo escasísimas escenas, la de actuar como un actor si no brillante, al menos eficaz. Aquellos que vean en él un cuerpo adorable y aun deseable es capaz que sean capaces de perdonarle sus miradas, muecas, sonrisas y visajes que parecen no tener más destinatario que él mismo, a juzgar por la impresión de vanidad satisfecha que exhibe en no pocos tramos de la historia, si bien he de reconocer que en los momentos dramáticos gana muchos enteros, a lo que acompaña una escenografía y una música muy adecuadas. La realización de Luis María Delgado está al servicio constantemente del “divo”, y es curioso leer en los títulos de crédito que Juan Estelrich fue su ayudante de dirección, un meritoriaje que, tras otros con brillantes directores, Bardem. Berlanga, Welles, Mann, etc., lo llevó a rodar El anacoreta, con Fernando Fernán Gómez. Con este, por cierto, rodó Luis María Delgado una película, Manicomio, que anoto en la lista de las pendientes. Los números musicales, incluido el estupendo del ritual de vudú , macumba, para ser exactos, en el sótano “de la perdición” donde se reúnen los transgresores de las convencionalidades burguesas, son quizás lo mejor de la película, si  bien domina en casi todos ellos un regusto kitsch que le confieren a la película su condición de rareza absoluta, un estar, en todo, a medio camino de. Había oído hablar con anterioridad de la película, por ser la primera que llevo a las pantallas de manera tan franca la temática homosexual y, desde ese punto de vista, la película no  defrauda, a pesar de sus muchas imperfecciones y vasallajes a los caprichos, por así llamarlos, de la estrella principal. Para los amantes del anecdotario, hay una escena en la que aparece Quique San Francisco, de muy niño, con la mismita cara de ahora mismo, en un prodigio de fidelidad facial identitaria.

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