Entre el
melodrama y el cine negro… una sobresaliente Ida Lupino.
Título original: Road House
Año: 1948
Duración: 95 min.
País: Estados Unidos
Dirección: Jean Negulesco
Guion: Edward Chodorov.
Historia: Margaret Gruen, Oscar Saul
Reparto: Ida Lupino; Cornel Wilde;
Celeste Holm; Richard Widmark; O.Z. Whitehead;
Robert Karnes; George Beranger; Ian MacDonald; Grandon Rhodes.
Música: Cyril J. Mockridge
Fotografía: Joseph LaShelle
(B&W).
Que Joseph
LaShelle, ganador de un Oscar por la cinematografía de Laura, y después
nominado en otras ocho ocasiones, esté al mando de la atmósfera lumínica que
respira la película es algo así como ponerse a rodar sabiendo que has de hacer
muy poco para no malograr tanta sabiduría fílmica como, en efecto, aparece en
esta película con una historia sencilla, local y sin misterio, pero con una
intensidad en el modo como la viven sus personajes que podemos cifrar en la
sobresaliente actuación de la «Bette Davis de los pobres», como se definió Ida
Lupino, de idéntica manera que se autotituló la «Don Siegel de los pobres»
cuando se pasó a la dirección y nos regaló obras que van ganando crédito con el
paso del tiempo, algunas de las cuales están criticadas en este Ojo.
Que aparezca
Richard Widmark, un clásico del cine negro, con ese arte para llevar la gabardina
y los sombreros, como dueño de un bar de carretera con sala de espectáculos y
bolera, indica que algo turbio —la psicología que bordaba Widmark— acabará
cociéndose en la historia. Nuestra sorpresa es que durante la mitad de la
película, la película se acerca más al melodrama que al cine negro, porque la
llegada de Widmark con Lilly, Ida lupino, para convertirse en «animadora» del
local y aumentar los beneficios de sus locales, va a despertar, casi
inmediatamente, una atracción salvaje en el socio de Widmark, un honesto, rudo,
trabajador y atlético Cornel Wilde, todo un prodigio de limitación expresiva
que, sin embargo, «funciona» con eficacia, sobre todo en las situaciones límite
y en los primeros planos con Lupino, que es quien, en realidad, organiza su
caza, a pesar de que Wilde tiene clara conciencia de que ella ha llegado de la
mano de su jefe y de que este le ha revelado que se ha enamorado de ella, lo
que prueba una escena en que el enamorado se toma la libertad de entrar en la habitación
de ella sin su permiso, con el desayuno
en una bandeja y un búcaro de flores, aunque lo que provoca es la queja de la «violación
de la intimidad» por parte de ella. Con un casi encadenado, de esa escena
pasamos, poco después, a la repetición de la misma escena, pero esta vez en el
club, donde ella está practicando las lecciones que Wilde le ha impartido a
requerimiento de Widmark, lecciones en las que la Lupino despliega un sucinto
vestuario tan propio para la bolera como para bolear a la res como una gaucha…
El caso es que lo despierta, pero después le lleva una bandeja con el desayuno,
y ahí ya sabemos que todo acabará mal, porque se cruzan dos historias de amor
que, estando Widmark por medio, no se puede resolver «hablando civilizadamente».
Nada más
llegar a la pequeña población, Wilde le pone doscientos dólares en la mano y le
sugiere que se vaya, dando a entender que ya ha habido otras antes que ella y
que las cosas no han acabado bien. Pero Lilly es una mujer resuelta y dispuesta
a gobernar su propia vida, algo que la va a enfrentar a los dos hombres a los
que acaba seduciendo. Nada más iniciar su carrera como cantante en el local, la
interpretación de One for My Baby, el éxito de Johnny Mercer que popularizó
Frank Sinatra y con el que Ida Lupino se atreve con una maravillosa y melódica voz
ronca —su papel «exige» que fume durante toda la obra de modo compulsivo,
aunque en la hora de las confidencias amorosas sabremos que, en parte, se debe
a la frustración de no haber podido ser una cantante de ópera— que seduce no
solo a los clientes, sino al propio Wilde, hasta ese momento reacio a su
presencia, por lo que se ve en la obligación de disculparse con ella.
La puesta en
escena del local, la profundidad de
campo que se consigue en las tomas de la bolera, las tomas aéreas del centro de
la pequeña localidad, el caserón de Widmark y algunos exteriores, como la
salida al lago, con una toma desde el jeep, con una celosa Lilly de las
evoluciones acuáticas de Wilde y la otra trabajadora del local, Celeste Holm, que suma dos acciones distintas
en un solo plano que las une, de modo que, al final, acabará decidiéndola a
improvisar un bañador y acercarse a «su» pieza, por si acaso…
Celeste Holm consiguió un Oscar por La barrera invisible, de Elia Kazan,
y trabajo en Eva al desnudo, de Mankiewicz, entre otras.
El modo como
progresa la acción y se va afianzando el idilio entre Lilly y Wilde se «trunca»
cuando Widmark regresa del viaje de negocios que estaba haciendo con una
licencia matrimonial que quiere someter a la firma de Lilly, algo que ella
vivirá como una «imposición», pero que, para Wilde, empleado de Widmark, supone
algo así como un decreto de expulsión del campo de juego. Es ella quien lo
convence para defender su amor y enfrentarse a su jefe, algo que finalmente
hace, pero con el resultado esperado por la audiencia y, en parte, por el
empleado: Widmark hará todo lo posible para impedirlo y vengarse de semejante
afrenta.
La película
tiene un giro insospechado cuando, la noche en que ambos se van de la ciudad
son arrestados por haber robado Wilde la caja fuerte del local. Tras un juicio
que se resuelve de modo condenatorio para Wilde, una pena de no menos de dos ni
más de diez años, Widmark intercede ante el juez para que le concedan la parole,
la libertad condicional, que, si transgredida, lo llevará inmediatamente a la cárcel por el
periodo mayor: diez años. Widmark, que pasa por magnánimo, se convierte en algo
así como el «dueño» de la vida de su empleado y, de rebote, de la de Lilly, con
quien se casa, porque esta en modo alguno quiere poner en peligro la vida de su
verdadero amado.
A partir de
ahí, el espectador podrá disfrutar de un final espectacular sobre el que corro
la cortina más opaca. Hasta aquí, sin embargo, nos han traído unas
interpretaciones más que convincentes, ¡esa risa espeluznante de Widmark!, y,
por encima de todos, una espectacular mujer fuerte encarnada por Lupino con una
convicción absoluta, porque su reivindicación de la mujer que escribe su
historia es un valor añadido de la película en una época en que no solía ser lo
frecuente en las pantallas.
Negulesco es
un maestro indiscutible y aquel año de gracia de 1948 no solo rodó está película
interesantísima, pero poco vista, me temo, sino que consiguió un Oscar para
Jane Wyman con Belinda, una de las joyas del séptimo arte.
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