domingo, 17 de marzo de 2024

«El último millonario», de René Clair o aquellas viejas fábulas encantadoras…

 

Un sainete con tintes surrealistas sobre el poder, la sumisión y el amor…

Título original: Le dernier milliardaire

Año: 1934

Duración: 92 min.

País:  Francia

Dirección: René Clair

Guion: René Clair

Reparto: Max Dearly, Sinoël, Paul Ollivier, Marthe Mellot, Charles Redgie, Renée Saint-Cyr, Marcel Carpentier, Raymond Cordy, José Noguéro

Música: Maurice Jaubert

Fotografía: Rudolph Maté, Louis Née.

 

El Ducado de Fenwick, Ruritania, Freedonia, Pimlico… y tantos otros países imaginarios aparecen en películas con fuerte color satírico en las que, por lo general, se hace una ácida crítica del abuso del Poder, del poder del dinero y de la corrupción política y moral de sus dirigentes. Todo ello bañado, usualmente, en carcajadas que, entre bromas y veras, suelen levantar un retrato bastante fidedigno de las miserias humanas. A esa lista hemos de añadir mi reciente descubrimiento: Casinario, el reino imaginario creado por René Clair para despacharse a gusto contra los absurdos del Poder y el poder absoluto del dinero, encarnado aquí en un millonario nacido en Casinario y que hizo fortuna en Usamérica. Que en la cinematografía de la película encontremos a un futuro director de tanto interés como Rudolph Maté nos permite intuir lo que, apenas comenzamos a ver la película, distinguimos enseguida: la virtuosa perfección formal de la obra, tanto en los exteriores como en los interiores de los magnos lugares, el palacio real y el casino, ¡única fuente de ingresos del reino!, y de la que viven todos los habitantes de Casinario como funcionarios, salvo el pobre oficial que se pasea displicentemente por el reducido reino, una ciudad portuaria, rechazando la calderilla que algún desaprensivo le ofrece.

Estamos, por lo dicho nadie lo duda, en una estilizada parodia del Principado de Mónaco, que toma Clair como motivo cercano para construir una fábula política con lejanos ecos del teatro de marionetas con un sentido del humor que no abandona el metraje en ningún momento y que llega, en el delirio narrativo de la experiencia de bancarrota por la que pasa el reino de Casinario, a un planteamiento que roza el surrealismo-

La situación de bancarrota está sumiendo en la desesperación al pueblo de Casinario, que comienza a rebelarse contra la familia real. La solución es, como siempre, fijar un objetivo irrealizable como metra para superar el aciago presente. El método, sin embargo, consiste en pedirle un empréstito de 300 millones de dólares a un hijo de Casinario que ha triunfado, como banquero, en Usamérica. La contrapartida: ofrecerle la mano de la joven princesa heredera, de quien sería rey consorte, pues la reina madre anula el orden preferente en la sucesión y descarta a su hijo para abdicar en favor de la nieta. El magnate llega a Casinario y todo el reino se vuelca en honrar al hijo predilecto que regresa para «salvar» el reino y a sus habitantes del futuro sombrío de pobreza que les aguarda. El hombre, no obstante, ante las informaciones que recibe sobre la situación real del reino, en el que se ha vuelto a la economía de trueque —lo que la hace muy curiosamente cercana a la situación de Argentina y el famoso corralito…—, decide comunicar a todo el mundo que la reina le ha ofrecido la dirección económica del reino, y, aprovechando la ocasión, la política, que él añade por el mismo precio: el préstamo de trescientos millones. Todo discurre dentro de unos cauces en los que pronto advertimos dos historias paralelas: los intentos de la hija, enamorada del director de orquesta, una orquesta que solo toca el himno nacional…, por alejar el momento de ser llevada al altar por el millonario, y, por otro lado, la rebelión de los ministros y altos cargos de la Corte que no aceptan el gobierno autocrático del millonario, aunque este parece querer enmendar los años de corrupción institucionalizada que ha sufrido el reino. En uno de los intentos por deshacerse de él, sufre un asalto en su dormitorio y, a resultas de unas pruebas que hace su guardaespaldas, un detective privado, diríase que salido del mejor cine mudo cómico, el millonario sufre un golpe en la cabeza que lo atonta y le transforma la personalidad. Es en esos momentos, cuando pierde su continencia y severidad y se comporta como un absoluto idiota, cuando asistimos a los mejores momentos cómicos de la película, un brochazo de surrealismo o poética del absurdo que convierte cada decisión del primer ministro en el mundo al revés, con imágenes espectaculares, como la requisa de sombreros y su lanzamiento al mar para  mejorar la industria de la confección, por ejemplo.

Sí, algunos reconocerán en ese humor «blanco» poético un tipo de humor que entre nosotros encarnó a la perfección el humor disparatado de Enrique Jardiel Poncela, por ejemplo, y que, pasada la Guerra Civil Española, se manifestaría en una revista de humor como La Codorniz. Se trata, pues, de un tipo de humor «de época» que podemos ver en una película como I’ll Give a Million, de Walter Lang o La muerte de vacaciones, de Mitchell Leisen. So capa de un planteamiento absurdo, ir, poco a poco, dejando caer ciertas críticas con notable carga de profundidad que suelen calar en los espectadores. No quiero adelantar acontecimientos que han de ir viendo y descubriendo los espectadores en el orden dispuesto por el autor, pero la historia del casamiento permanentemente pospuesto, tiene un desarrollo que provocará la sorpresa de cualquiera, además de revelar no poco de la condición humana en ciertos personajes de la trama. Sí, también tiene mucho de viejo vodevil, atento a las entradas y salidas, a las confusiones y a los cambios inesperados que animan la acción. El giro final de los acontecimientos es insospechado, pero entra dentro de una lógica que se impone frente al mundo caduco de las aristocracias sin sentido de la realidad.

Quizás sea yo benévolo en exceso, pero este tipo de humor, la excelente realización, la fotografía y una puesta en escena magnificente hacen de esta película una de ese buen puñado de ellas a las que les corresponde, sobre otros, el calificativo de «deliciosa», por su ingenio y por su radiante humor que no cesa. Clair, digan lo que digan los «entendidos», es un valor seguro para disfrutar ante la pantalla.

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