lunes, 1 de abril de 2024

«Godland», de Hlynur Palmason o los caminos torcidos…

 

La aventura religiosa de un apasionado de los daguerrotipos y la naturaleza.

 

 

Título original: Vanskabte Land

Año: 2022

Duración: 143 min.

País:  Islandia

Dirección: Hlynur Palmason

Guion: Hlynur Palmason

Reparto: Ingvar Eggert Sigurdsson; Elliott Crosset Hove; Victoria Carmen Sonne; Jakob Ulrik Lohmann; Ída Mekkín Hlynsdóttir; Waage Sandø; Hilmar Guðjónsson.

Música: Alex Zhang Hungtai

Fotografía: Maria von Hausswolff.

 

          Que el cine nórdico tiene fama de describir seres angustiados por una vivencia de la religión en las antípodas del sensualismo con que se vive la fe en el sur de Europa es un hecho irrefragable. Dreyer, Bergman y muchos otros directores nos han metido en vidas torturadas, llenas de dudas, sombras, orgullos mal entendidos y una profunda aversión al pecado omnipresente. Que el protagonista de esta historia sea un sacerdote enviado a la «salvaje» Islandia para construir una iglesia donde ejercer su ministerio y salvar almas para la gloria de dios nos es algo familiar. La novedad, sin embargo, es que el pastor en cuestión es un enamorado del daguerrotipo y carga en su viaje hacia la remota aldea con su preciada y preciosa cámara, con la que aspira a retratar los paisajes y la gente de la agreste isla que decide atravesar a pie y caballería, en vez de hacerlo por la vía más segura y corta del viaje marítimo. A su manera, el pastor tiene un algo de misionero enviado a tierras salvajes, porque el pastor que lo alecciona antes de emprender el viaje, desde la Dinamarca natal de ambos, le describe la isla como un infierno pestilente y a sus habitantes casi como auténticos salvajes difícilmente evangelizables.

          Quienes retengan en la memoria el deslumbrante viaje de Aguirre por la jungla, en Aguirre o la cólera fe Dios, de Werner Herzog, tendrán un referente bastante aproximado para esta otra travesía que desafía, como lo hizo el español, los obstáculos de la naturaleza, llevado por una fe que, sin embargo, no comparte con el pastor protagonista de esta película, quien varias veces se arrepiente de haber aceptado el encargo y, sobre todo, de haber decidido hacer la travesía de la isla a pie. De sus penalidades, no obstante, somos los espectadores quienes sacamos un fruto espléndido, porque la película es un canto a la naturaleza y a la belleza de una isla, captada desde todas las panorámicas posibles con una sensibilidad para la iluminación y el color que poco menos que la convierten en un documental de los muy reputados de National Geographic. Hay un afán documentalista y antropológico en la película y no debe despreciarse, aun a costa de que la acción pastoral del protagonista no progrese como a algunos les gustaría. Nunca antes como en esta película el camino, el viaje, ha sido más importante que el destino. Hay muchas películas centradas en la vivencia adversa de la naturaleza, desde Las aventuras de Jeremiah Johnson, de Sydney Pollack hasta Náufrago, de Robert Zemeckis, la ultimísima La sociedad de la nieve, de Bayona, bien próxima a esta, siquiera sea por la presencia de la nieve, o El renacido, de González Iñárritu. Y si recordamos el primer documental ya centenario: Nanook, el esquimal, de Robert J. Flaherty, cerramos el capítulo de antecedentes de una aventura con mucho de visionaria y un mucho de artística, porque a Lucas, el protagonista, le parece mucho más atractivo el recorrido a través de la isla que los menesteres pastorales que ha de realizar en una comunidad en la que aún ni disponen de iglesia donde celebrar los oficios.

          El viaje acaba constituyendo una odisea difícilmente olvidable, no solo por la dureza inhumana del propio recorrido, sino, básicamente, por el abismo que se abre entre Lucas y los islandeses que lo acompañan como porteadores y guías, excluyendo un ayudante cuya vida acabará perdiéndose por la febril determinación de Lucas de sortear peligros que bien podrían acabar con la vida de alguno de los miembros de la expedición, y aquel que resulta damnificado es con quien había establecido una relación fraternal en la que incluso puede intuirse alguna atracción homoerótica. El botín de tantas penalidades es el desfile interminable de paisajes espléndidos captados con una fidelidad fotográfica inmejorable. Cierto, el delirio fotográfico de Lucas subyace a la aventura, teóricamente vemos el paisaje a través de sus ojos, porque no podemos hacerlo a través de la lente de su rudimentaria cámara, pero él aspira a captar la naturaleza virgen de un terreno prácticamente inviolado, como si hollara un territorio virgen que ni siquiera los acompañantes islandeses hubieran pisado nunca.

          En la medida en que Islandia era colonia de Dinamarca, hay una evidente tensión, sobre todo lingüística, entre unos y otros, algo que llama poderosamente la atención, y el enfrentamiento se concentra entre el jefe de la expedición y, posteriormente, constructor de la iglesia donde va a cumplir su destino pastoral Lucas. El pueblo adonde llega, cuyos vecinos jamás nos son mostrados, porque, tras estar al borde la muerte en el camino, Lucas reaparece, como por arte de birlibirloque —que en el lenguaje cinematográfico son las elipsis—, en la casa de un adinerado danés que vive con dos hijas, una adulta y una niña. La primera acabará convirtiéndose en objeto de deseo del pastor; la segunda es un prodigio de espontaneidad y no tiene nada que ver con el laconismo y la parquedad gestual ni de su padre ni de su hermana ni del propio Lucas. La vida del protagonista, que parece haber vuelto del más allá, a juzgar por la cara de alucinado con que volvemos a encontrarlo en el sótano de la casa y, después, en una cabaña en la que lo instalan porque no puede convivir con una mujer y una niña bajo el mismo techo, a juicio del padre, quien no tarda en ver en el pastor una amenaza para acabar perdiendo a su hija mayor. La película, casi de repente, da un giro en medio de una celebración popular en que los hombres se retan a luchar cuerpo a cuerpo, porque ahí emerge Lucas como un rival imbatible tanto para el padre de las chicas como para el constructor que le sirvió de guía hasta llegar a su destino. Hay muy pocas explicaciones de los cambios, y también, todo hay que decirlo, muy poca piedad religiosa en el protagonista. Mi Conjunta y yo estuvimos pensando durante mucho tiempo que se trataba de un impostor, que se hacía pasar por sacerdote, pero que sería incapaz de desarrollar una labor pastoral, como, de hecho, así sucede, aunque en ningún momento hay señales inequívocas de que sea el impostor que nosotros creímos ver en él.

          No adelanto el final, porque es difícil de entender cómo la ira puede llegar a los extremos a que llega en un personaje cuya trayectoria solo puede entenderse desde un desequilibrio muy profundo entre su misión y su condición sacerdotal. A lo largo del viaje, ni siquiera duda en pedir a Dios que lo aleje de allí, que lo arranque de tantas penalidades como está viviendo, aunque todas ellas, bien mirada la historia, son pocas, en comparación con las que lo tienen como protagonista indiscutible al final de la película.

          La película, muy centrada en la peripecia espiritual y social del protagonista, nos ofrece ciertos atisbos antropológicos que permiten comprender usos y costumbres no tan extraños como pudieran parecer, en una geografía tan remota y adversa. Pero incluso en el final vuelve a tener la naturaleza una presencia muy destacada, casi protagonista. No entendemos ciertas partes del argumento, sobre todo las motivaciones de Lucas y el padre de las chicas, pero no cabe duda de que sus interpretaciones son magníficas. En la medida en que se trata de una película eminentemente visual, hemos de reparar,  sin importarnos esas motivaciones, en la capacidad de subyugación de una fotografía y unos paisajes que adquieren un valor protagonista.  

 

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