Una excelente arqueología de las carreras de velocidad de autos, con dos estrellas con envidiable pasado…
Título original: To Please A Lady (Red Hot Wheels)
Año: 1950
Duración: 91 min.
País: Estados Unidos
Dirección: Clarence Brown
Guion: Marge Decker, Barré
Lyndon
Música: Bronislau Kaper
Fotografía: Harold Rosson
Reparto: Clark Gable, Barbara Stanwyck, Adolphe Menjou, Will Geer,
Roland Winters, William C. Mcgaw, Lela Bliss, Emory Parnell.
Una curiosidad acaso solo apta
para los muy amantes de las competiciones de velocidad automovilística, de los
fans de los protagonistas, dos estrellas de peso en la galaxia hollywoodiense: Barbara
Stanwyck y Clark Gable, y de los cinéfilos en general, que siempre estamos
dispuestos a ver casi cualquier cosa, porque, del mismo modo que no hay libro
malo en el que haya algo bueno, tampoco hay película en la que no pueda
rescatarse alguna bondad fílmica, y en esta hay más de las que a simple vista
pueden advertirse, comenzando en primer lugar, es lo propio, por la presencia
de otros dos pesos pesados en la parte artística: el director, Clarence Brown,
autor de Han matado a un hombre blanco, sobre un relato de Faulkner y el
director de fotografía Harold Rosson, que filmó, entre otras joyas, La
jungla de asfalto y El mago de Oz, y a cuyo cargo han corrido las
abundantísimas escenas de carreras automovilísticas que tiene la película.
La historia es
casi plana, de puro sencilla: un corredor de coches, exhéroe de guerra, se ha
convertido en un «villano» de la competición por haber estado el coche que él
conducía envuelto en dos accidentes, en carrera, con resultado mortal. La
figura llama la atención de una periodista famosa que quiere entrevistarlo a
toda costa para entender la atracción que ejerce sobre las masas alguien así.
Al principio, aparece como un campeón de os llamados midgets, bólidos
muy reducidos en los que el piloto aparece metido como con calzador y, por
supuesto, sin ninguna protección. La estrella del periodismo, que peca de
soberbia, y el campeón arrogante tienen
un choque que se ve venir desde lejos, porque eso es lo que ella busca. La
campaña de prensa que inicia contra él consigue que los organizadores no le
dejen competir en esa categoría. El protagonista, entonces, decide subir un
peldaño y adquirir un bólido de lo que entonces era el equivalente a la actual Fórmula 1 y participar en las 500 millas de
Indianápolis, lo que exige tener un equipo que el propio vendedor está
dispuesto a garantizarle.
Tiene razón Secondtake en IMDB, cuando
dice en su excelente crítica que esta película más parece de los años 30 que no
del 50 en que se rodó. La concepción de la historia, una guerra de sexos con
dos personajes que acabarán enamorados el uno del otro hasta las cachas,
enamoramientos y sus correspondientes separaciones que jalonan el desarrollo de la trama, la atmósfera
de high society de la periodista frente a la escasez del piloto que se
va abriendo paso hacia la fama y el dinero, y un exacerbado machismo que
espolea la atracción que la protagonista sufre por el «macho man» perfectamente
representado por Clark Gable; son todos ellos aspectos más propio del cine de
épocas anteriores, incluido el cuidado glamour de los protagonistas, que tienen
tres escenas románticas casi perfectas: una, cuando el protagonista revisa la
pista de carreras ¡de tierra! por la que ha de correr al día siguiente; otra,
cuando quedan en un restaurante romántico para consolidar su relación y acaban
separándose; y la última, cuando él la sorprende a ella presentándose de
improviso en su casa y hablando con ella como si estuviera a 500 kilómetros,
observándola a través de un espejo desde el umbral que comunica con la habitación
contigua. Hay mucho cine de muchos quilates en esas escenas, desde luego, pero ni
siquiera la pericia de ambos, Brown y Rosson, logran darle la vida plena a una
historia que pivota demasiado alrededor de esas carreras que los espectadores
van a poder seguir como un documental valiosísimo sobre las carreras de coches,
porque se filmó la verdadera realización de las 500 millas de Indianápolis. Las
secuencias de las carreras, de todas, son uno de los grandes puntos de la película,
aunque entiendo que distraigan demasiado de la historia amorosa y se puedan
acabar haciendo pesadas para alguno espectadores, como le sucedió a mi Conjunta,
poco dado al deporte del motor y al deporte de competición en general.
Esta película
bien puede relacionarse con otra que ya he criticado en este Ojo, The Fast and the Furious (1955), de
John Ireland y Edward Sampson, una auténtica rareza cuyo primer aliciente eran
esas carreras primitivas que atraían ya a un público muy numeroso; y con otra más reciente, Grand Prix (1966), de John
Frankenheimer, en la que todo lo relativo a los grandes premios está mucho más
cerca de nosotros que esas anteriores. John Frankenheimer es uno de mis
directores favoritos, y esa película no defrauda en absoluto; como tampoco lo
hace Las veinticuatro horas de Le Mans, de Lee H. Katzin, protagonizada
por Steve McQueen, un actor nacido por cierto, en Indianápolis, hecho del que
procederá su pasión por los automóviles y las carreras.
Así pues, ya lo
saben los aficionados a las estrellas y a los motores: saquen entrada para
Indianápolis: les está esperando.
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