martes, 30 de marzo de 2021

«The Capote Tapes», de Ebs Burnough: anatomía de la provocación.

 

Indagación en aquel palimpsesto que respondía al artificioso nombre de Truman Capote: la creación del personaje que se devoró a sí mismo.

 

Título original: The Capote Tapes

Año: 2019

Duración: 91 min.

País: Estados Unidos

Dirección: Ebs Burnough

Guion: Holly Whiston, Ebs Burnough

Fotografía: Antonio Rossi

Reparto: Documental, (intervenciones de: Truman Capote, Kate Harrington, George Plimpton, Norman Mailer, Jay McInerney, Lauren Bacall, etc.).

 

         Los docubiopics son un género que sigue ganando adeptos y realizadores. Cualquier pretexto es bueno: descubrir algo manuscrito, algunas cintas grabadas, una entrevista inédita, unas imágenes nuevas por olvidadas, las declaraciones de alguien allegado que nos ofrece una nueva perspectiva…, todo sirve para lanzarse a la reescritura de una vida que, como en el caso de Capote, fue, si acaso, excesivamente pública. Y si de algo se resiente este acercamiento biográfico, al margen de las «novedades», de muy relativo alcance, la verdad sea dicha, es lo poco que aporta sobre su intimidad, sobre el reducto al que, en vida, nadie tuvo nunca acceso, por lo que se ve.

Truman Capote, originalmente Streckfus Persons, bien podía haber adoptado su segundo apellido, Persons, por lo que tiene etimológicamente de máscara, como pseudónimo artístico, pero prefirió el sugestivo “Capote” del segundo marido, de origen español, de la madre. Ni siquiera se plantea en el documental el porqué de dicha elección, y si en ella tuvo algo que ver alguna admiración especial por aquel hombre cuyo apellido le pareció oportuno llevar. Recordemos que su apasionada homosexualidad es un factor determinante no solo de su personalidad, sino de la construcción de su personaje, porque no era fácil en aquellos tiempos cercanos a la posguerra reivindicarla públicamente como él no perdía ocasión de hacer. Hablamos, por lo tanto, de un auténtico pionero que desafió la moral de su tiempo y «naturalizó» una desviación de lo estándar como lo más natural del mundo.

Su afición a la máscara forma parte de su solitaria educación antes e ir a Nueva York a vivir con su madre, cuando fue vecino de Harper Lee, la autora de Matar a un ruiseñor, quien lo incluyó en su novela como un personaje más, algo que fue y no fue del gusto de Capote, dadas las complejas relaciones que acabó teniendo con ella, la envidia de no haber conseguido el Pulitzer entre ellas, por supuesto. Desde su inclinación sexual, su belleza juvenil, su escasa estatura y su exhibicionismo congénito, además de su pasión por la literatura y, posteriormente, el periodismo, Capote fue construyendo un personaje excesivo e insobornablemente libre que logró escribir, al menos, dos obras hoy consideradas clásicas, Desayuno en Tiffany’s y A sangre fría, sobre todo la segunda, que le ganaron no solo la reputación que tuvo, sino un lugar en la crónica social, dada su frecuentación de la misma, e incluso, en alguna ocasión, como el célebre baile de máscaras del 66 en el Hotel Plaza, en su organizador: un autentico «promotor» de las celebridades y sus códigos de excepción, los mismos que en su última novela, inacabada, acabó privándole de muchas de sus relaciones, que se sintieron traicionadas por haberse convertido en trasuntos literarios de su acerada pluma implacable, porque a Capote le distinguía la lengua afilada y el juicio sumarísimo de los demás, no la crítica sosegada o el estudio ecuánime.  Capote era una persona impulsiva, con filias y fobias que no respondían sino a la arbitrariedad de su carácter inestable, cambiante. Mantuvo a lo largo de su vida, sin embargo, ciertas fidelidades que lo honran, y entre ellas ha de figurar, porque así lo destaca el documental, a una hija de un amante suyo, con quien mantuvo una larguísima relación de índole protectora, paternal.

A pesar de la constante vida social de Capote, insisto en que el reducto de su Sancta Sanctórum queda aún virgen, tras este documental. Constatamos, sí, cómo creó y moldeó su personaje, incluso hasta desfigurarlo en sus últimas entrevistas televisivas, cuando ya la provocación, que fue su arma favorita, se convirtió en parodia de sí mismo, que es el último paso que ha de dar un narcisista antes de perderse en el olvido de con quienes construyó su vida. Murió relativamente joven, para un escritor, pocas semanas antes de cumplir los 60 años de edad, pero una vida de exhibición pública tan intensa por fuerza había de pasarle factura. Supongo que sus conflictos personales con sus amistades influyeron en la imposibilidad de que acabara su última novela, Plegarias atendidas, pero ni siquiera eso nos permite intuir el documental. Dada su excentricidad y el tiempo que dedicaba a la promoción de su propia persona, una auténtica «marca» publicitaria en sí misma, el espectador devoto de la literatura echa de menos que no le dediquen el tiempo que merece sus procesos de trabajo creativo, sus métodos, sus hábitos, sus espacios, las pequeñas cosas que en el mundo de un escritor son definitorias de su manera de hacer y crear. Se nos hurta al escritor y se abusa del exhibicionista social cuya interés para los media está fuera de toda duda.

Sobre Capote se han hecho dos películas muy buenas, la primera, Capote, de Bennet Miller, protagonizada por el malogrado Philip Seymour Hoffman, quien ganó el Oscar por esa interpretación, y la segunda, no menos interesante, de Douglas McGrath, Infamous («Historia de un crimen» en España), con una suerte de doble del escritor, Toby Jones. Ambas nos permiten un acercamiento al personaje desde el biopic más profundo que este documental, aunque las imágenes reales que aquí vemos tienen suficiente entidad como para verlo con auténtica delectación, porque Capote construyó su personaje a partir de su interactuación con los media y basándose siempre en el exceso y la libertad sobre todas las cosas, lo que le acarreó tantos incondicionales como detractores, por supuesto. Lo que pocos pueden decir es que, lo odiaran cuanto lo odiaran, él era el autor de A sangre fría, por supuesto.

 

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