martes, 30 de marzo de 2021

«Tiempo de amar, tiempo de morir», de Douglas Sirk: el amor en la derrota.

 

El amor en tiempos difíciles: el arrepentimiento de la barbarie en el desmoronamiento del régimen nazi.

 

Título original: A Time to Love and a Time to Die

Año: 1958

Duración: 133 min.

País:  Estados Unidos

Dirección: Douglas Sirk

Guion: Orin Jannings (Novela: Erich Maria Remarque)

Música: Miklós Rózsa

Fotografía: Russell Metty

Reparto: John Gavin, Liselotte Pulver, Jock Mahoney, Keenan Wynn, Don DeFore, Erich Maria Remarque, Klaus Kinski, Dieter Borsche, Barbara Rutting, Thayer David, Dorothea Wieck.

 

         No está entre los grandes melodramas de Douglas Sirk, a quien mi Conjunta y yo amamos cinematográficamente desde que vimos aquel maravilloso ciclo en La 2 dirigido por Antonio Drove, autor, sobre todo, de un corto genial: ¿Qué se puede hacer con una chica?, y de varios largos casi irrelevantes; pero Tiempo de amar, tiempo de morir, basado en la novela de Erich Maria Remarque, un autor odiado por los nazis, especialmente por Goebbels, adquiere una dimensión histórica que se sobrepone a la historia de amor y permite rememorar una de las páginas más terribles de la historia de Europa y del mundo. Si Sin novedad en el frente, de Lewis Milestone, fue boicoteada por los escuadrones nazis en Berlín, hasta conseguir que el moribundo gobierno de la República de Weimar prohibiera la película por «antialemana», no quiero ni pensar qué hubieran hecho si esta película se hubiera rodado y estrenado mientras aún aterrorizaban al mundo.

         La historia comienza en el frente ruso, ya en plena desbandada llena de miserias del ejército derrotado, por más que entre los soldados haya fervientes creyentes en la superioridad del ejército alemán y otros desengañados del patético papel que les ha tocado jugar, pero, en la guerra, no hay tregua para el horror, e incluso sabiéndose en desbandada, si toca fusilar a supuestos civiles enemigos, se les fusila. Uno de los soldados está esperando el permiso para regresar a casa, pero cuando llega, se encuentra con que lo que era su casa no es más que un montón de ruinas. Busca a sus padres y en esa búsqueda acaba encontrándose con la hija de unos vecinos cuyo padre ha sido internado en un campo de concentración por disidente. No tarda en  aparecer el amor que une a los jóvenes hasta el punto de llevarlos al altar para que, si le pasa algo a él en el frente, ella tenga la paga de 300 marcos que le permita sobrellevar los tiempos duros que se avecinan para todos en la ruina y el desamparo. El contraste entre la destrucción y la ilusión juvenil de los amantes recién casados es una de las líneas de fuerza dramática de la historia, un contraste que permite apreciar tanto la pureza virginal del poder del amor en dos jóvenes que se entregan a él con toda su confianza en el futuro, como, enfrente, la destrucción que no conoce ni de Historia ni de arte ni de belleza: todo perece bajo las bombas que arrasan las ciudades donde vivieron generaciones y generaciones, como si todo hubiera de ser aniquilado para comenzar desde cero.

         El color de la película, muy vivo, y la excelente puesta en escena, tanto del frente como de la ciudad bombardeada, permiten planos de una gran fuerza y de una gran belleza. La cámara sigue a los personajes por esas ruinas desoladoras y poco a poco los protagonistas emergen como verdaderos héroes de la esperanza frente a un régimen político fracasado que ha llevado a un pueblo a su total perdición. El clima represivo que se manifiesta en el temor con que se relacionan con las autoridades los protagonistas es ya indicio de la sociedad de la sospecha que se ha creado, y en la que los delatores ocupan un lugar central. No obstante, hay personajes de una integridad moral extraordinaria, como el profesor que esconde a un judío para evitar que sea deportado a un campo de concentración donde seguramente morirá, o de una bondad- natural como la de la patrona de la casa donde se alojan los recién casados que desafían los avisos de las sirenas para acudir a los refugios porque no quieren pasar su primera noche de bodas en ellos.

         Para los amantes de lo anecdótico, Klaus Kinski, el inmortal Aguirre de Aguirre o la cólera de Dios, de Werner Herzog, aparece por segunda vez en pantalla encarnando a un soldado burócrata en cuya mirada esquizoide se advierte la perversidad del régimen totalitario en el que se mueven personajes que despiertan a la lucidez y al arrepentimiento, como el protagonista y otros, como específicamente un rival suyo de armas al que acaba matando para evitar que asesine a unos prisioneros antes de retirarse en la desbandada que les hace abandonar Rusia.

         John Gavin no es precisamente un actor con grandes recursos expresivos, y de ello se resiente la película, pero es capa de estar a la altura de Liselotte Pulver y construir una pareja de enamorados capaz de seducir con su ilusión y esperanza a los espectadores, que asistimos realmente acongojados a unas expectativas de felicidad que el presente de la derrota sin paliativos parece negarles.

         La película tiene una atmósfera espectral muy particular, tanto en el frente como en la retaguardia bombardeada, y trae a la memoria las excelentes películas rodadas en las ruinas de Berlín, como Alemania, año cero, de Rossellini.

 

 

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