El amor en
tiempos difíciles: el arrepentimiento de la barbarie en el desmoronamiento del
régimen nazi.
Título original: A Time to Love and a Time to Die
Año: 1958
Duración: 133 min.
País: Estados Unidos
Dirección: Douglas Sirk
Guion: Orin Jannings
(Novela: Erich Maria Remarque)
Música: Miklós Rózsa
Fotografía: Russell Metty
Reparto: John Gavin, Liselotte Pulver, Jock Mahoney, Keenan Wynn, Don
DeFore, Erich Maria Remarque, Klaus Kinski, Dieter Borsche, Barbara Rutting,
Thayer David, Dorothea Wieck.
No está entre los grandes melodramas
de Douglas Sirk, a quien mi Conjunta y yo amamos cinematográficamente desde que
vimos aquel maravilloso ciclo en La 2 dirigido por Antonio Drove, autor, sobre
todo, de un corto genial: ¿Qué se puede hacer con una chica?, y de varios
largos casi irrelevantes; pero Tiempo de amar, tiempo de morir, basado
en la novela de Erich Maria Remarque, un autor odiado por los nazis,
especialmente por Goebbels, adquiere una dimensión histórica que se sobrepone a
la historia de amor y permite rememorar una de las páginas más terribles de la
historia de Europa y del mundo. Si Sin novedad en el frente, de Lewis Milestone,
fue boicoteada por los escuadrones nazis en Berlín, hasta conseguir que el
moribundo gobierno de la República de Weimar prohibiera la película por
«antialemana», no quiero ni pensar qué hubieran hecho si esta película se
hubiera rodado y estrenado mientras aún aterrorizaban al mundo.
La historia
comienza en el frente ruso, ya en plena desbandada llena de miserias del
ejército derrotado, por más que entre los soldados haya fervientes creyentes en
la superioridad del ejército alemán y otros desengañados del patético papel que
les ha tocado jugar, pero, en la guerra, no hay tregua para el horror, e
incluso sabiéndose en desbandada, si toca fusilar a supuestos civiles enemigos,
se les fusila. Uno de los soldados está esperando el permiso para regresar a
casa, pero cuando llega, se encuentra con que lo que era su casa no es más que
un montón de ruinas. Busca a sus padres y en esa búsqueda acaba encontrándose
con la hija de unos vecinos cuyo padre ha sido internado en un campo de
concentración por disidente. No tarda en
aparecer el amor que une a los jóvenes hasta el punto de llevarlos al
altar para que, si le pasa algo a él en el frente, ella tenga la paga de 300
marcos que le permita sobrellevar los tiempos duros que se avecinan para todos
en la ruina y el desamparo. El contraste entre la destrucción y la ilusión
juvenil de los amantes recién casados es una de las líneas de fuerza dramática
de la historia, un contraste que permite apreciar tanto la pureza virginal del
poder del amor en dos jóvenes que se entregan a él con toda su confianza en el
futuro, como, enfrente, la destrucción que no conoce ni de Historia ni de arte
ni de belleza: todo perece bajo las bombas que arrasan las ciudades donde
vivieron generaciones y generaciones, como si todo hubiera de ser aniquilado
para comenzar desde cero.
El color de la
película, muy vivo, y la excelente puesta en escena, tanto del frente como de
la ciudad bombardeada, permiten planos de una gran fuerza y de una gran
belleza. La cámara sigue a los personajes por esas ruinas desoladoras y poco a
poco los protagonistas emergen como verdaderos héroes de la esperanza frente a
un régimen político fracasado que ha llevado a un pueblo a su total perdición.
El clima represivo que se manifiesta en el temor con que se relacionan con las
autoridades los protagonistas es ya indicio de la sociedad de la sospecha que
se ha creado, y en la que los delatores ocupan un lugar central. No obstante,
hay personajes de una integridad moral extraordinaria, como el profesor que
esconde a un judío para evitar que sea deportado a un campo de concentración
donde seguramente morirá, o de una bondad- natural como la de la patrona de la
casa donde se alojan los recién casados que desafían los avisos de las sirenas
para acudir a los refugios porque no quieren pasar su primera noche de bodas en
ellos.
Para los
amantes de lo anecdótico, Klaus Kinski, el inmortal Aguirre de Aguirre o la cólera
de Dios, de Werner Herzog, aparece por segunda vez en pantalla encarnando a
un soldado burócrata en cuya mirada esquizoide se advierte la perversidad del
régimen totalitario en el que se mueven personajes que despiertan a la lucidez
y al arrepentimiento, como el protagonista y otros, como específicamente un
rival suyo de armas al que acaba matando para evitar que asesine a unos
prisioneros antes de retirarse en la desbandada que les hace abandonar Rusia.
John Gavin no
es precisamente un actor con grandes recursos expresivos, y de ello se resiente
la película, pero es capa de estar a la altura de Liselotte Pulver y construir
una pareja de enamorados capaz de seducir con su ilusión y esperanza a los
espectadores, que asistimos realmente acongojados a unas expectativas de
felicidad que el presente de la derrota sin paliativos parece negarles.
La película tiene
una atmósfera espectral muy particular, tanto en el frente como en la
retaguardia bombardeada, y trae a la memoria las excelentes películas rodadas
en las ruinas de Berlín, como Alemania, año cero, de Rossellini.
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