Los sueños, las drogas y la alienación: el cóctel deletéreo…
Título original: Requiem for a Dream
Año: 2000
Duración: 102 min.
País: Estados Unidos
Dirección: Darren Aronofsky
Guion: Darren Aronofsky,
Hubert Selby Jr. (Novela: Hubert Selby Jr. )
Música: Clint Mansell
Fotografía: Matthew
Libatique
Reparto: Jared Leto, Jennifer Connelly, Ellen Burstyn, Marlon Wayans,
Christopher McDonald, Louise Lasser, Marcia Jean Kurtz, Janet Sarno, Suzanne
Shepherd, Dylan Baker, Keith David, Peter Maloney.
Ahora que de todo hace 20 años,
y para según qué edades, 40, visito de nuevo esa terrible sala del infierno de
las drogas y la alienación que describió Aronofsky con una caligrafía de
vanguardia para la más terrible y antigua de las condenas: la adicción. Pi
me deslumbró por lo que tenía de poesía de la obsesión; pero Réquiem por un
sueño me clavó en el asiento del mismo modo que lo ha vuelto a hacer 20 años
después. De hecho, cuando me senté a verla lo hice porque creí que no la había
visto en su momento, pero en cuanto la madre se escondió de su hijo mientras
este le robaba el televisor para venderlo, de modo que pudiera comprar su dosis
de heroína, me llegó, como las olas de calor de julio, la ola de horror que he
vuelto a contemplar con el mismo horror y la misma compasión para con sus
protagonistas, especialmente para con la madre, la figura más trágica de todas.
De hecho, hoy como entonces, he recordado la temporada en que mis propios padres
consumían, a principios de los 60, unas píldoras para adelgazar, Maxibamato,
que eran purita anfetamina, como las que la madre del joven drogadicto y aspirante
a camello al por mayor consume para lograr meterse en el traje rojo que marca
su plenitud vital, de modo que pueda ir como invitada al concurso de televisión
del que es espectadora adicta hasta la alienación. Ayer, además, en El País,
¡ya es casualidad!, se anunciaba la inminente aparición de una traducción de
cuentos del autor del relato, Hubert Selby Jr., quien, por problemas de
tuberculosis y otras complicaciones acabó él mismo convertido en un drogadicto
para evitar los terribles dolores de su enfermedad.
La película cuenta
una historia desgarradora de degradación individual por el consumo de drogas,
pero lo hace con una técnica de filmación que genera un ritmo sincopado de
planos que producen el mismo vértigo en los protagonistas que en los espectadores.
La elipsis se erige como fundamento narrativo de la película y son
relativamente pocos los momentos de narración realista que nos permiten sosegarnos
y seguir un relato en el que esos momentos son algo así como el paraíso que los
protagonistas van perdiendo: los momentos de esperanza que serán conmutados por
el degradado presente que los irá alcanzando a todos de un modo brutal e
inhumano, porque lo que todos pierden es su propia dignidad, al devenir un mero
homúnculo que necesita la droga para subsistir, aunque en ese camino lo pierdan
todo.
Ellen Burstyn tiene una actuación
descomunal, en un papel de madre y televidente que no puede evitar, ¡con consejo
médico!, caer en la adicción a las anfetaminas, algo que detecta el hijo en una
visita en que le anuncia que le ha regalado un nuevo televisor, cuando advierte
que se muestra hiperactiva y que le castañetean los dientes. Su dieta de adelgazamiento
deviene una específica película de terror en la totalidad del relato, y en ella
el frigorífico acaba adquiriendo una personalidad propia e inquietante que,
gracias, al montaje de las secuencias, consigue un efecto terrorífico en la
mente alienada de la madre. En este sentido, la película de Aronofsky consigue
momentos de una intensidad especial y acierta de llena en la plasmación visual
del infierno en que los protagonistas acaban cayendo, uno tras otro: la madre,
el hijo, su novia y el amigo de ambos y socio en el tráfico. Hay otra película
que, hasta la visión de la presente, me había parecido una de las
aproximaciones más escalofriantes al mundo de la droga: Pánico en Needle
Park, de Jerry Schatzberg, con dos
actores en estado de gracia: Al Pacino y Kitty Winn, pero he de reconocer que
la presente no tiene nada que envidiarle. Las imágenes de degradación humana de
los cuatro protagonistas son escalofriantes y se requiere un buen estómago para
verlas sin alterarse o sin que sintamos, como en el caso de Funny Games,
de Haneke, ambas, la necesidad de salir de la sala para evitarnos el horror.
La coartada de Aronofsky es el excelente trabajo
de puesta en escena y de dirección de actores, además de algunas escenas
hiperrealistas, como las de los electrochoques a la madre o la gangrena del brazo
acribillado a pinchazos del hijo que nos ponen en el límite de lo que podemos
aceptar como espectadores. De todos modos, nada que la propia realidad de
ciertos vídeos de YouTube sobre la teratología no nos haya permitido ver casi
de un modo natural.
Como en toda película que exhibe un
proceso de degradación, está claro que el ritmo como progrese es determinante
para lograr un clímax final que no apabulle a los espectadores. En este
sentido, está claro que la figura metafórica escogida por el director para
ponerle un desenlace poético a la trama nos supone una cierta relajación y una
suerte de Viaje a la semilla que ya hemos visto en otros textos y películas.
Pero el trayecto hasta ese final es acongojante y doloroso, pero realísimo.
Todos tenemos cerca casos similares, y, aunque aquí están llevados al extremo, Aronofsky
se las ingenia para, con un ágil encadenado de planos sintéticos, ahorrarnos la
repetición doliente de las miserias humanas que nos describe.
Cuando ya acababa de verla, pasó por
delante mi hija y, al ver lo que veía, solo me dijo una cosa: “¡Uf, a mí me
traumó!” Lo cierto es que renuncié a preguntarle a qué edad la vio, pero está
claro que como choque pedagógico para desmitificar las drogas esta película no
tiene precio…
El climax de la película es uno de los más intensos que he visto. La caída en desgracia de los protagonistas mostrada de una forma muy cruda. Saludos. Aquí nuevo lector de tu espacio
ResponderEliminarGracias. Aquí va a encontrar, como en botica, de todo, porque el cine es todo un universo en sí mismo, y cabe desde este "Réquiem" hasta la crueldad casi metafísica de "Mouchette", de Bresson. Sí, también somos lo que vemos.
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