martes, 16 de marzo de 2021

«Starlet», de Sean Baker o la soledad.

El insólito acercamiento afectivo de dos soledades, y sus secretos respectivos, desde dos edades separadas por el tiempo.

 

Título original: Starlet

Año: 2012

Duración: 103 min.

País:  Estados Unidos

Dirección: Sean Baker

Guion: Sean Baker, Chris Bergoch

Fotografía: Radium Cheung

Reparto: Dree Hemingway, Besedka Johnson, Stella Maeve, James Ransone, Liz Beebe, Cassandra Nix, Jessi Palmer, Amin Joseph, Kristina Rose, Eliezer Ortiz.

 

         Pues sí, The Florida Project fue la película con la que, finalmente, Sean Baker se asomó incluso a las nominaciones a los Oscar, todo un éxito en quien hasta esa película se ha movido en los circuitos de cine independiente, con relativo éxito de púbico, pero a cada nueva película con mayor reconocimiento crítico. No la vi, porque me esperaba, ignoro por qué razones, una suerte de corrección política buenista que ahora sé, después de haber visto Starlet, que es incompatible con el autor, porque se mueve en los márgenes de la realidad, en vidas vividas en los límites y en la indiferencia de lo que podríamos llamar «la marcha general de las cosas», a la que en Usamérica se refieren como mainstream.

         El inicio de la película activa las resistencias del espectador, pero no las del crítico, porque todo parece indicar que vamos a presenciar otra muestra más de «realismo sucio» no muy distante de un neonoir como Too Late, de Dennis Hauck, porque parte de la sordidez de algunas escenas de esta se mueven en el mismo ambiente del cine porno en que se desarrolla parte de la trama de Starlet; y he de reconocer que, a fuer de realista, el ambiente es muy deprimente y consigue distanciar emotivamente a los espectadores. No se trata de sentirse escandalizado, sino de que la industria del porno tiene una normalidad en la que cuesta acceder desde fuera, acaso no desde dentro, a juzgar por otras películas en que se manifiesta la profesionalidad que rigen sus relaciones.

         Instalada en casa de una amiga, que también trabaja en la misma industria, junto con su novio, que quiere destacar en la dirección de ese género, además de interpretarlo, la joven tiene una vida solitaria, centrada en su perro, Starlet, al que saca de paseo y poco más. Un buen día decide decorar su habitación y sale de compras por los mercadillos de los jardines traseros que se instalan en las casas de los barrios residenciales, donde los vecinos saldan los «trastos viejos» de los que se quieren deshacer. Entre lo que compra hay un termo que enjuaga con agua para limpiarlo y, al volcarlo, comienzan a caer fajos de billetes enrollados y atados con una goma, por un importe de unos 10.000 dólares.

A partir de ese momento se inicia una trama de aproximación de la joven a la vieja señora para tratar de devolverle el termo con el dinero, pero se encuentra con el rechazo frontal de la señora, que no quiere ser molestada. El modo como se irá aproximando a ella para intentar saber algo de su vida, si necesita o no ese dinero, cómo puede devolvérselo, va derivando poco a poco en un humano interés por conocerla, por conocer sus hábitos, sus deseos, sus recuerdos, y gracias a esa indagación en su vida se va estrechando la relación entre ambas, aunque, al principio, hay divertidos malentendidos, como cuando la ataca con gas pimienta acusándola de quererla robar y la denuncia a la policía, quien, obviamente, no haya conducta delictiva en su humano interés por hacer compañía a una persona de su edad, que no conduce, en un país en el que el coche es una auténtica «necesidad primaria».

De forma paralela, aunque bien avanzado el metraje, nos enteramos de que la protagonista es una actriz porno que va camino de convertirse en estrella, y la película nos ofrece una muestra suficiente, con total naturalidad de esa industria tan regida por los estereotipos. Ella, sin embargo, es una persona a la que podríamos calificar de «candorosa», a juzgar por el mimo exquisito con que lleva su relación con quien acaba siendo la única persona importante en su vida, y con quien planea un viaje a París, el viaje soñado de la anciana, para devolverle el dinero en especie. Ese dinero no lo echa la anciana de menos porque seguramente ni recordaba que existiera, si alguna vez supo que existiera, porque su marido era un apostador profesional «y le iba muy bien», de ahí que ella no tenga ninguna necesidad económica y pueda vivir con desahogo y con el único lujo de apostar semanalmente en el bingo.

La película apuesta por ese estilo casi de docuficción, a juzgar por la aproximación realista a las vidas, ¡tan distintas!, de los diferentes personajes de la trama y por los muchos exteriores de la película. Súmese a ello el verismo a ultranza de las actuaciones y tendremos una película llena de una especial ternura que aflora a partir de aquel «candor» que define a la protagonista por contraste con su oficio. Las dos actrices fundamentales, Dree Hemingway, hija de la inolvidable Mariel Hemingway de Manhattan, de Woody Allen, y la debutante Besedka Johnson, que moriría un año después de estrenarse la película que la vio debutar y que la consagró, forman un dúo extraordinario, y ello permite a los espectadores seguir con expectación e interés los lógicos vaivenes de una relación que a una persona de la edad de la anciana la sobrepasa, porque ella nunca llega a conocer el contenido del termo del que se deshizo en la back yard  sale típica de los suburbs usamericanos.

Está claro que la presencia de Starlet, el perro con nombre femenino, es dominante en la película, porque es, realmente, hasta que irrumpe ella en la vida de la anciana, su única compañía. Se multiplican los planos en los que aparece solo o en compañía de su ama y tiene, también, un desempeño importante en la trama, pero es mejor que los espectadores entren en esta película modesta, sin pretensiones, pero de tan hondo alcance. Y yo me afano en buscar The Florida Project, por supuesto…

 

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