La naturaleza
del lugar y el observador silencioso: otro cine palestino.
Título original: It Must Be Heaven
Año: 2019
Duración: 97 min.
País: Palestina
Dirección: Elia Suleiman
Guion: Elia Suleiman
Reparto: Ali Suliman; Elia
Suleiman; Holden Wong; Robert Higden; François Girard; Gael García Bernal; Sebastien
Beaulac; Raia Haidar; Alain Dahan; Basil McKenna; Aldo Lopez;
Stephen Mwinga.
Fotografía: Sofian El Fani.
La verdad es
que desde Intervención divina, de 2002, hasta esta De repente, el
paraíso, han pasado algo más que los años, aunque las bases fundamentales
de su cinematografía siguen intactas y aun
acentuadas, porque Elia Suleiman es un hombre de imágenes y de muy pero
que muy pocas palabras. De hecho, en esta última, no pronuncia ni una, de donde
los críticos han sacado las dos referencias de obligado cumplimiento: Tati y
Keaton. Suleiman, es cierto, se ha inspirado más en el francés que en el
americano, y ello se observa fácilmente no solo en su presencia como testigo
del mundo que lo rodea, sino por la selección de los espacios, con composiciones
muy pictóricas y, sobre todo, por las acciones casi surrealistas que no se
apartan de cierta lógica ciudadana que nos parece «normal» hasta que las vemos
en la pantalla hasta casi alcanzar el grado de hipérbole. Insisto, son las
imágenes las que construyen por sí mismas el discurso y es el espectador el que
ha de desentrañar el significado último que estas tienen, y ahí hasta puede
discrepar del director y actor, porque, al cabo, se trata del viejo juego del
juicio de intenciones. No es ya como el cierre de Intervención divina en
que una terrorista palestina, siguiendo el estilo de cine wuxia, ridiculiza a
los tiradores israelíes que se ejercitan con blancos que las representan. Aquel
ejercicio de desquite metafórico y comprometido ha sido sustituido, en esta
visión crítica del mundo global, sobre todo del occidental, por el juego
malabar del «sospechoso» en el aeropuerto con el detector de metales del control
de seguridad. No hay una posición «militante», salvo indirectamente, esto es,
la que se desprende de las imágenes, como cuando el personaje, al regresar a
Nazareth, va al supermercado y la secuencia nos muestra a todos los israelíes armados,
dentro y fuera del establecimiento. Esa manera indirecta de reflejar el drama
de la imposible convivencia entre palestinos e israelíes va apareciendo, con
tonos críticos hacia ambos bandos a lo largo de la película, como en la parodia
del acto propalestino en Nueva York, con el único aplauso al unísono en la
interminable presentación de los innumerables oradores. Sí, la mirada palestina
del personaje se nos ofrece desde lo más cercano, la relación con sus vecinos,
y la conversación con el vecino cazador alcanza unas cotas de lirismo extraordinario
y conmovedor, además de divertido, y sus dos viajes, a París y a Nueva York,
llevando bajo el brazo la propuesta de hacer la película que estamos viendo. El
productor europeo refleja perfectamente la evolución ideológica que hay entre Intervención
divina y esta obra, filmada tras una década de silencio. Curiosamente, el
despliegue de medios técnicos ha dado un salto cualitativo tan extraordinario
que la película nos entra por los ojos con una complacencia estética que muy a
menudo nos hace olvidar, y ello acaso sea también voluntad del autor, la sangrante
herida del conflicto que no acaba de resolverse en una convivencia respetuosa,
probablemente con dos estados que colaboren en ve de enfrentarse a muerte. La
calidez humana del personaje lo da a entender, ciertamente. La historia mínima
de la película nos habla de un personaje que ha sufrido una pérdida, y que se
asoma a la realidad con una mirada inquisitiva, perpleja, curiosa, intuitiva y
desprejuiciada; un clon del objetivo de la cámara, dispuesto a fijarse en
aquello que la realidad nos ofrece, para bien o para mal, manteniendo la
exquisita neutralidad del observador maravillado ante el poliformismo de lo
real. Una vez que se ha paseado por la Palestina ocupada, el protagonista
decide llevar a su contacto en París el proyecto de una película sobre Palestina.
Aunque le alaban el proyecto, no tardan en desentenderse de él, porque no es
exactamente lo que ellos entienden por una «película palestina». ¡Cómo va a
serlo! La película rechazada es la que vemos, y no se ciñe a los territorios
ocupados, sino a la visión de la sociedad globalizada que tiene un palestino.
Muy a menudo, la realidad se nos presenta como un espectáculo de danza contemporánea
adaptada a situaciones muy diferentes. Y de hecho, esa realidad coreográfica
preside la mayoría de las escenas de la película. Destriparé una de excepcional
lirismo. Estando en la habitación de su hotel, recoge un pajarillo, un humilde
gorrión que ha entrado en su cuarto y lo alimenta. Cuando se sienta a trabajar
en su ordenador, el pájaro se posa en la mesa y poco a poco, va acercándose al
ordenador hasta dar un buen brinco y colocarse delante de la pantalla. El
protagonista lo retira, para poder seguir tecleando, pero el pajarillo lo
vuelve a intentar: ballet de nuevo, sí, pero lleno de una ternura muy marcada y
emotiva. Finalmente, el protagonista se acerca a la ventana y le indica al
pajarillo la dirección que ha de seguir para seguir siendo un animal libre, no
encarcelado en una habitación de hotel, y el pájaro sale volando en la
dirección indicada. Toda la película está llena de escenas semejantes, más o
menos crudas, pero todas ellas con una puesta en escena de paisajes naturales y
urbanos que suelen respetar la simetría más rigurosa. El ingenuo Tati suele
provocar algunos alborotos con su habitual torpeza, pero este retoño de aquel
cine maravilloso mantiene las distancias y fía la inteligibilidad de sus secuencias
a la expresividad de sus ojos. Hay en su figura algo de la fragilidad
ontológica de Woody Allen, pero, ¡afortunadamente!, nada de su verborrea
furiosa. La tranquilidad que transmite la película nos habla de un modo pasivo de
entender el mundo que quizás haya de ser asociada a la ideología de la
no-violencia de Gandhi. De momento, el personaje, con quien simpatizamos
enseguida, ha escogido la mirada irónica como vehículo de comunicación para
convencernos de que vivimos en el más extraño de los paraísos.
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