La vida envenenada de una pareja de escritores europeos sobre la base de un whodunit impecable y un juicio implacable.
Título original: Anatomie
d'une chute
Año: 2023
Duración: 150 min.
País: Francia
Dirección: Justine Triet
Guion: Arthur Harari,
Justine Triet
Reparto: Sandra Hüller; Samuel
Theis; Milo Machado Graner; Swann Arlaud; Jehnny Beth;
Saadia Bentaïeb; Antoine
Reinartz; Camille Rutherford; Anne Rotger; Sophie Fillières; Ilies Kadri; Anne-Lise
Heimburger; Wajdi Mouawad; Sacha Wolff; Arthur Harari; Nola Jolly; Laura
Balasuriya; Jean-Pierre Bertrand; Betty Desmier.
Fotografía: Simon Beaufils.
El avance prometía; el boca a boca hablaba excelentemente de ella; la sala estaba llena,
y, sin embargo… tanta expectativa, sin haber sido defraudada totalmente, ha acabado rebajando considerablemente cualquier posible entusiasmo. Está bien, muy bien, pero salí
con cierta decepción del cine, como me ocurrió con Historia de un matrimonio,
de Noah Baumbach, bastante peor que esta, y echando de menos obras «de pareja»
como ¿Quien teme a Virginia Woolf?, de Mike Nichols o Dos en la
carretera, de Stanley Donen.
La película de Justine Triet mezcla dos géneros
muy cercanos, el del whodunit, ¿quién lo hizo? y el de tribunales, porque la
muerte, no se sabe si accidental, del marido de la protagonista, se produce
apenas ha comenzado la película, lo cual deriva, enseguida, hacia la búsqueda bien
del o de la culpable bien de los motivos para un hipotético suicidio. Ambas
vertientes confluyen, finalmente, en el juicio, dado que todos los indicios llevan
a la policía a concluir que la mujer ha sido la responsable de la muerte de su marido.
La película se abre con la entrevista que le hacen a la protagonista, autora de
moda por la publicación de su última novela, muy cercana, como el resto de su
obra, a la autoficción, ese género híbrido entre la autobiografía y la ficción,
lo cual, inevitablemente, aparecerá en el transcurso del juicio que el hijo
casi ciego de ambos sigue con absoluto dolor y desconcierto.
El coqueteo de
la novelista con la entrevistadora es abruptamente interrumpido por una música
estruendosa que hace imposible la conversación, razón por la cual ambas mujeres
deciden suspenderla y posponerla para realizarla otro día en Grenoble. Una vez
que ha desaparecido la invitada, no pasa mucho tiempo antes de que se precipite
al vacío, desde el tercer piso de la vivienda del matrimonio, el marido de ella y
padre del hijo de ambos, con quien ha mantenido una relación muy estrecha tras
culpabilizarse del accidente sufrido por su hijo, en el que resultó dañado su
nervio óptico, lo que lo ha dejado casi ciego.
En cuanto se
inician las pesquisas policiales, la protagonista contacta con un abogado amigo
suyo de juventud, quien, con otra letrada, se encarga del caso. Toda la
historia, así pues, parece que se nos vaya a contar desde el punto de vista de
ella, quien, dolorosamente, habrá de evocar la vida en común de la pareja para
buscar las posibles razones que pudiera haber tenido su marido para suicidarse.
Así que llegamos al juicio, sin embargo, la incisiva actitud del fiscal
acentuará la versión del conyugicidio hasta extremos que desconcertarán y
conmoverán totalmente al hijo que sigue el juicio, y quien será llamado a
declarar, antes de que él pida ser oído en declaración, esta vez sin público.
Ante nuestros
ojos, en una escena capital de la película, porque por fin podemos ver a ambos
cónyuges defendiendo cada cual su posición en la pareja y oímos de sus labios
las razones del deterioro de la relación, de tal manera que dicha evocación
sirve como información objetiva al espectador para que este, saliendo de las
estrategias de la fiscalía y de la defensa, pueda acercarse a una opinión
propia sobre un asunto realmente enrevesado, porque parecen caber todas las
posibilidades; ante nuestros ojos, decía, el padre, ausente durante todo el
metraje, emerge para enfrentarse a la única versión de su relación que teníamos,
la de ella. Solo nos faltará, para resolver el rompecabezas, la versión del
hijo, que no se producirá sino al final de la película. Como la ambigüedad es
un elemento formidable en el desarrollo de la historia, el hijo revela una
conversación mantenida con su padre en el coche, pero con la salvedad de que
cuando el padre le habla, es siempre la voz del hijo la que escuchamos en sus
labios, lo cual nos deja en todo momento sin la posibilidad de un convencimiento
sobre la verdad o no de dicha intervención paterna, mera evocación que solo
podemos creer cierta en la medida en que creamos que el hijo la reproduce con
total fidelidad. Pero no olvidemos que el hijo, que ha perdido el padre, puede,
también, perder a la madre si, finalmente, esta es acusada de asesinato.
No estamos
ante una película tipo Agatha Christie, desde luego, aunque el whodunit
esté muy relacionado con ese tipo de novela policiaca, porque el tema relevante
de la película no es el de la autoría de la muerte, sino la radiografía de la
convivencia de una pareja, y no con voluntad metafórica de hablar de «la pareja»
como institución familiar, sino con el acierto de explorar un caso concreto,
con dos personalidades distintas y con unas circunstancias solo válidas para
los protagonistas. No se trata, pues, de valorar experimentos como la pareja
abierta, el poliamor, la bisexualidad u otras tendencias de nuestro tiempo,
sino cómo dos seres humanos organizan, o desorganizan, su relación, siempre en
función de sus muy peculiares psicologías individuales. Que ambos sean
escritores, una triunfante y el otro frustrado, marca un tipo de relación que
se aparta del modelo estadístico, pero que añade una dimensión muy interesante
desde el punto de vista de la búsqueda de las motivaciones para lo que ha
ocurrido. Ello da pie, en el juicio, a una breve exploración de los límites
entre la ficción y la realidad, dado que el fiscal hinca el diente en cuanto la
obra de la protagonista sirve para justificar el posible asesinato cometido.
La intensidad
del juicio, desarrollado con una naturalidad que los aparta mucho de los nuestros,
tan envarados, tan encorsetados y con turnos de intervención tan
protocolariamente fijados, me trajo a la memoria, cuando veía la película, el duro
juicio de la película El acusado, de Yvan Attal, y advierto que, con un
antecedente lejano como el de La verdad, de H. G. Clouzot, el cine francés bien puede presumir
de unas películas judiciales de tanta envergadura como las usamericanas, desde
luego. Al aficionado a este género, como yo mismo, el desarrollo del juicio le
resultará francamente entretenido, e incluso estimulante. Mejora la película,
sin duda, pero no la redondea como obra cercana a la excelencia.
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